El jaguar encerrado

De la Redacción de Estruendomudo

Tanto cambiaron de color las manchas que se transformó el patrón genético de su pelaje. Aquel amarillo a la miel ya era tonos arenas y los negros perdieron su brillo de un cantazo.

La reflexión de sus ojos no le ayudaba a darme las patas para el acostumbrado saludo al amanecer porque eran pelotas opacas. Los verdes de algas marinas, oscuros y mariscosos, comenzaron a apoderarse de las cuencas. También los azules, resplandecientes, fueron transformándose en tinta calamar derramada hasta llegar al contacto de las profundidades.

Era la jaula y sus nuevas comodidades de cuatro comidas diarias. Esa rutina. Todo se le suministraba con tazas de medir y cacharros medio llenos, especialmente los de carne magra. Una vez dentro, el agua fue recargada con vitaminas y fluoruro para mantnerles los colmillos blancos. La sangre, entonces, no los manchaba y el aliento del animal -del que fuese- permanecía mentolado.

El jaguar extrañaba esa sensación de los chorros de sangre, específicamente su calentura contra las encías. Una especie de éxtasis sexual y los sueños felinos con tormentas eléctricas en la llanura y roces de cáñamos. Echaba de menos las carreras por la sabana y el cuido de los cachorros. Unas tetas de gata constantemente succionadas. De pronto, un encontronazo con las garras expuestas, el alboroto de los maullidos desaforados y los músculos exhibidos en plena función reproductora lo fueron transportando.

Allí, donde van a morir los elefantes y se encuentran las pezuñas hechas puro hueso, los cachorros reclaman a la madre y el padre sigue suelto, luchando contra la insistencia sempiterna de los enormes moscardones. Son los cáñamos que le hieren las patas y la lucha diaria para beber en el río contra las malditas garzas. Esa sed, pronunciada por el recuerdo de los chorros que es lo mismo que la sangre de su sangre que brota con presión bellaca, le devolvieron la imagen de los antílopes bebiendo. Las fauces hacían fuerza unas con otras y el jaguar enfocaba en la piel de los antílopes. Unas heridas abiertas y la acción de razgar los posibles filetes le provocaron convulsiones. Vomitó y ese vómito llegó a confundirse con su estiércol. Para los buitres esa mezcla era manjar y quedaron absortos ante las vísceras. Que se sepa, coño, el pobre leopardo no pudo seguir durmiendo luego de la presentación recurrente de las sombras de los pájaros en sobrevuelo y la risa terrible de las hienas.

¿A dónde es que van a parar esas pieles luego del trabajo de los cuchillos en plena sabana convertida en matadero? ¿A dónde?

¿Cuántos cazadores escuchan a lo lejos, para acercarse y ganar presa, por supuesto, el clamor de los surcos y el embate de los chorros de la sangre de venados? ¿Cuántos zoonogramas les hacen con las miras y los telescopios con sensores y localización satelital para alcanzarlos en pleno movimiento rápido? ¿Cuántos?

Cazar los gatos. Es la orden. Cazarlos y encerrarlos para ya mismo y de inmediato. Ahoritita, someterlos a la obediencia de los calendarios. Sin embargo, llega la visita, puntual y molestosa, para el señorito manchado: debe usted divertir a todos esos niños. Rugir y desplegar la coreografía del felino enjaulado. Por favor, no cague en frente de los amos ni de los ancianos. Muéstreles sus dotes de bebedor y la lenguita y los bigotes entintados de blanco. Corra sin matar, detrás de las palomas. Rechace la inmoralidad y el desprestigio de subirse sobre la roca y desfallecer de embuste al toque del silbato. Recalcar su felinidad, excluyendo morisquetas propias de los perros, es la última oportunidad de que se le identifique como autóctono y como buen gato. ¿Se calzará las botas? ¿Seguirá predicando que son cuatro?

Entre las vueltas, frente a la presencia de los barrotes, que son cañas de bambú, que en algún momento vegetal -en estado puro- fueron troncos secos apilados: su majestad egipcia, el príncipe de los lunares sagrados de los gatos. El sol sale para todos pero sólo quema a algunos. Son tres pirámides. Habría que preguntarles a las esposas de los jaguares y a sus primas puma, sacerdotizas, arquitectas, preservacionistas de la monolítica esfinge de hocico roto. Un click y una foto digital, señorita turista, enfoque a la narizota pétrea, arenosilla, desgastada.

Los que eran preferidos -por ser de mink-, al pasar los días en el norte, fueron de gato. Cuentan, inclusive, que pretendían escapar de sus costuras al ver pasar las bandejas de sardinas en las actividades de gala. Pasó con las ostras preservadas en cubetas de hielo. Pasó con los camarones empanados. ¡Qué sinverguenzas estos cuadrúpedos, y -chussss-, qué arrojados!

Las presentadoras y los faranduleros sintieron la energía felina al probarse los trajes y el flaco punk de aquella tarima no pudo controlar sus piernas al momento de salir de la tienda con esos pantalones printed. Era que estabas preciosa y essas pieles tenían otros ritmos y un olor penetra, unos registros de velocidades con millas por hora de carreras por la sabana.

El olor atrajo a los machos penetrantes y a las hembras penetradas en la sala y los convenció de que ellos estaban súper buenos. Hipotecaron las vestiduras rasgadas y se encandilaron. Allí mismo tomaron las vergas en sus manos. Nadie quiso apretar las mandíbulas lo suficiente para contener los chorros. Eran la calentura y la fiebre metidas debajo de las sábanas color rojo sangre. Según el informe policiaco que se levantó a seis horas de ésta, las sábanas estuvieron de más: allí no había ni una sola cama.

Eso sí, se fijaron bien y lo apuntaron, porque era la medida de todas las cosas tumbadas sobre sí, descansando bajo las sombras de los árboles de ceiba y las manchas negras, móviles, del área a la redonda que cubrían las aves. Una sensación de soledad se quedó con la consciencia de los asistentes. Lo que se quedó, en la permanencia de esos ojos plomizos de los gatos en orgía pública -transmitida en vivo para toda Suecia y Dinamarca- era una soledad caliente y un silencio de deshielo propio de algunos parajes inhóspitos de la sabana. Se avisa de nuevo: el predio predilecto de la metedera es la sabana.

Los vapores subían de los surcos abiertos en espera de las lluvias y el monzón. Los cáñamos anunciaban la cercanía de una charca y los cuerpos jaguares en la fiesta no entendían las nuevas posisciones en que estaban enfrascados. El depellejamiento y los zarpazos -¡zaz!- expandieron el radio de la lujuria de los cazadores. Unas cabezas aquí y unas pelvis más adelante los sacaron de concentración. No obstante, en el informe policial se hizo hincapié (no se olviden de los noticiarios) en el poder ilusionista de los dedos ensangrentados y las uñas despegadas. Sobre todo resultaron estimulantes infalibles cuatro lóbulos de orejas africanas… y cinco pares de nalgas.

Se encontró sangre fresca por todos lados. Las hembras menstruaron allí mismo -como yeguas- los machos expulsaron leches tibias -como cetáceos- y los pelos fueron acomodándose en su lugar original según el orden de las manchas. Miauu. uuu.

Regresó la calma y los domadores -esos hombres iluminados en las ciencias y en las artes del arbitraje- se encargaron de devolverlos cada cual, y en un proceso violento pero justo, a las mismas jaulas.

-Manuel Clavell Carrasquillo

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