Versión de Leo Frank de otro encuentro, de otro blogger, con Lobo Antunes:
Breve y ficticio encuentro con Antonio Lobo Antunes
Entro en la noche calmada de un parque lisboeta sentándome en un banco. Junto a la luz de un farol que me cae en los hombros y suaviza mi figura, ceñida aún por el abrigo con que abotono el frío. Una luz que da claridad a mi pelo trenzado, rubio, desteñido… pero que contrasta mi frente con una boca sin color que se inclina grave en los extremos de un rostro sin expresión, ausente. Como de alguien cansado, viejo. Silueta de un flaco sin hambre cuya piel se estira en los huesos, se arruga en labios y nudillos… o alrededor de unos ojos que miran inquietos, curiosos, los pasos que se aproximan o alejan, las voces de sílabas aisladas que me llegan y cubren poco a poco el cielo de la noche. Unas voces que saben tal vez que todo está perdido para quien, como yo, se siente más de este otro lado… Y lejos, irremediablemente lejos de los hombres. De quienes huyo como si fueran sombras extrañas. Ajenas a mí. Desconocidas. Cuerpos alargados, dispuestos en curva, que salen de la oscuridad nada más que para volver a entrar en ella otra vez. Algunos fumando un cigarrillo, otros arrastrando un perfume repugnante, pegajoso, que extienden sobre el olor del siguiente cuerpo. Mientras yo, sobresaltado, retrepo un poco más la espalda en el banco y señalo a alguno. A éste, por ejemplo, que al pasar me mira de reojo pero que al ver mi brazo extendido se detiene un momento y pregunta: "¿Fuma?" "Si tiene usted…" "Naturalmente". Y extrae de la arrugada cajetilla el filtro del cigarro que yo tomo con dos dedos. "¿Fuego?" "No, ya tengo. Gracias". Y el hombre me dice que sí con la cabeza y se sienta él también. Y fuma de su cigarro. Una calada, dos… Y me mira, gordo, más gordo a cada mirada. Fingiendo de vez en cuando una pequeña sorpresa… como cuando ve las tapas del libro que tengo en una mano. Acomodándose una pierna en la otra, pero manteniendo una posición rígida, adusta. Fijos los ojos en mí. Arrugando una boca que parece masticar alguna palabra. Al fin, dice: "Los libros no son escritos para ser leídos, sino para ser vividos". "¿Usted escribe, verdad?" "Sí", le contesto. "Pero poco y mal. No soy constante. Me falta disciplina, método…", le aclaro. "No se explique; no hace falta. Le comprendo muy bien, créame", me matiza. Y yo pienso que esta noche el frío y el sueño deben darme cara de enigma, o de letraherido o enfant terrible de las letras porque, al rato, este hombre, añade: "Una novela es una cuestión de trabajo que no se escribe durante las noches o en los fines de semana. Una novela exige que se pase todo el tiempo con ella, sobre todo para corregirla, algo que cuesta mucho más que escribirla. Si quieres hacer prosa, no puedes hacer nada más…" Y dicho esto alza exageradamente la pierna que tiene cruzada y se pone en pie, trenza sus dedos gordos y limpios sobre la barriga, y sonríe… creo que satisfecho de sí mismo. Yo, sin embargo, lo miro con mi cara seca, gris, con algunos huesos marcándome pómulos y mentón. Sin decir nada. Sin esperar nada. Hasta que el extraño hombre me tiende una mano y dice: "Disculpe, no me presenté. Mi nombre es Antonio… Lobo Antunes".