Aquí o allá abajo

Hace tiempo que la idea de que el mar reunía desperdicios para liberarse de ellos, que había leído de prisa en una novela granada de fragmentación de Antonio Lobo Antunes, le daba vueltas en la cabeza. Tantos libros que leer parecidos a Buenas tardes a las cosas de aquí abajo, y paseos por inventar en la Ashford invadida por el mal gusto de la estética Starbucks, lo mantenían ansioso. A pesar de las distracciones masculinas que rondaban el bulevar con la excusa de sacar a pasear perros insignificantes, era mucho más proclive a la estupidez de sentarse a ver el espectáculo del vaivén de las olas en la terraza del hotelito Atlantic Beach, ceremonia para la que esperaba la aparición invariable de las seis de la tarde, hora exacta del toque de campana para el Happy Hour. Cerveza Corona en mano, ubicado en la mesa que le daba acceso directo al panorama de la pasarela de machos extranjeros que se reunía a observar el paso de garza de los bugarrones del patio, se acordó de la última discusión con El Psicoanalista, su hermano: "¿Pingas rosadas?, ¿que a mí sólo me interesan las pingas rosadas?, imposible, tú, mejor que nadie, sabes que yo no discrimino a la hora de llevármelos a la cama". No tenía claro que se engañaba. Hundió el limón partido en la botella, preparó el cigarrillo de turno y volvió a la carga mientras se fijaba en el señorito cuajado de ébano y con uñas largas: "A ver, pendejo, ¿con que te fascinan sólo las pingas rosadas, con que ese es tu trauma?". "Pues no, imposible, vas a probarle al espejo que a ti también te caen bien al estómago las vergas apestosas a negro, las trancas amoratadas". De inmediato, escondió el lighter, el negrito de las uñas largas no había notado el truco de que no fumaba. El plan consistía en atajarlo de improvisto, cuando pasara por allí para ir al baño: le espetaría el discurso clásico, un "Oye, ricura, ¿me prendes el cigarrillo?". No pudo explicarse de dónde sacó valor para arrojar la pregunta cuando se completó el pacto imaginario, pero al tirarla al medio, en abrir y cerrar de labios mamones sincronizado, sólo se oían las letras de la novela que lo habían taladrado. El negrito de las uñas largas hace la llama "y el mar a la izquierda, el mar allá abajo siempre a nuestra izquierda, con un alfanje, un cuchillo, una escopeta de caza antigua", y zas, El Psicoanalista que lo vuelve marisco enlatado listo para ser desangrado de tinta, descuartizado él -cabeza de pulpo- por las uñas largas aquí mismo o allá; un poco más abajo.

 

Versión de Leo Frank de otro encuentro, de otro blogger, con Lobo Antunes:

Breve y ficticio encuentro con Antonio Lobo Antunes

Entro en la noche calmada de un parque lisboeta sentándome en un banco. Junto a la luz de un farol que me cae en los hombros y suaviza mi figura, ceñida aún por el abrigo con que abotono el frío. Una luz que da claridad a mi pelo trenzado, rubio, desteñido… pero que contrasta mi frente con una boca sin color que se inclina grave en los extremos de un rostro sin expresión, ausente. Como de alguien cansado, viejo. Silueta de un flaco sin hambre cuya piel se estira en los huesos, se arruga en labios y nudillos… o alrededor de unos ojos que miran inquietos, curiosos, los pasos que se aproximan o alejan, las voces de sílabas aisladas que me llegan y cubren poco a poco el cielo de la noche. Unas voces que saben tal vez que todo está perdido para quien, como yo, se siente más de este otro lado… Y lejos, irremediablemente lejos de los hombres. De quienes huyo como si fueran sombras extrañas. Ajenas a mí. Desconocidas. Cuerpos alargados, dispuestos en curva, que salen de la oscuridad nada más que para volver a entrar en ella otra vez. Algunos fumando un cigarrillo, otros arrastrando un perfume repugnante, pegajoso, que extienden sobre el olor del siguiente cuerpo. Mientras yo, sobresaltado, retrepo un poco más la espalda en el banco y señalo a alguno. A éste, por ejemplo, que al pasar me mira de reojo pero que al ver mi brazo extendido se detiene un momento y pregunta: "¿Fuma?" "Si tiene usted…" "Naturalmente". Y extrae de la arrugada cajetilla el filtro del cigarro que yo tomo con dos dedos. "¿Fuego?" "No, ya tengo. Gracias". Y el hombre me dice que sí con la cabeza y se sienta él también. Y fuma de su cigarro. Una calada, dos… Y me mira, gordo, más gordo a cada mirada. Fingiendo de vez en cuando una pequeña sorpresa… como cuando ve las tapas del libro que tengo en una mano. Acomodándose una pierna en la otra, pero manteniendo una posición rígida, adusta. Fijos los ojos en mí. Arrugando una boca que parece masticar alguna palabra. Al fin, dice: "Los libros no son escritos para ser leídos, sino para ser vividos". "¿Usted escribe, verdad?" "Sí", le contesto. "Pero poco y mal. No soy constante. Me falta disciplina, método…", le aclaro. "No se explique; no hace falta. Le comprendo muy bien, créame", me matiza. Y yo pienso que esta noche el frío y el sueño deben darme cara de enigma, o de letraherido o enfant terrible de las letras porque, al rato, este hombre, añade: "Una novela es una cuestión de trabajo que no se escribe durante las noches o en los fines de semana. Una novela exige que se pase todo el tiempo con ella, sobre todo para corregirla, algo que cuesta mucho más que escribirla. Si quieres hacer prosa, no puedes hacer nada más…" Y dicho esto alza exageradamente la pierna que tiene cruzada y se pone en pie, trenza sus dedos gordos y limpios sobre la barriga, y sonríe… creo que satisfecho de sí mismo. Yo, sin embargo, lo miro con mi cara seca, gris, con algunos huesos marcándome pómulos y mentón. Sin decir nada. Sin esperar nada. Hasta que el extraño hombre me tiende una mano y dice: "Disculpe, no me presenté. Mi nombre es Antonio… Lobo Antunes".

Escrito por Leo Frank a las 21:08 ¶
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