“La ventana”: Un cuento de Isabel Santos. Segunda Parte

hyde-park

Escribe Isabel Santos

Foto: tomaradze, cc.

Especial para estruendomudo

Nota de la Redacción: Parte 2 de 2, lea la primera abajo.

Al menos, Gonzalo me esperaba en el banco para ir a cenar, pero aquel día sucedió algo extraño. Fuimos a nuestro restaurante tailandés favorito donde un ser andrógino siempre sonreía por encima del mostrador de madera. “¿Quieren ordenar algo?”, nos preguntó cuando llegamos. Tras él, en la cocina, pequeños hombres con grandes espátulas saltaban de un lado a otro como si de una lucha marcial se tratara. Los sartenes explotaban sobre las llamas, en el momento menos esperado, liberando vapores de especias que envolvían la escena en cierto misticismo. Ordenamos pad thai y vegetales al curry y yo me levanté para buscar un baño. Cuando regresé me encontré con Gonzalo en medio de la calle, buscando a alguien. “Hola”, dije. Me miró por un segundo. “¿Viste a esa mujer?”, dijo. “¿Qué mujer?”. “¡La que estaba aquí hace un segundo!”. “No, no la vi… ¿qué pasó?”. “Vino a donde mi, de la nada, y me dijo: ¿Y si tú fueras la imagen?”. Pasaron unos momentos, lo que decía Gonzalo no tenía sentido. ¿Quién querría terminar con él? ¿Por qué? “¡Una loca, no hagas caso!”, grité y lo arrastré por el brazo hasta el pad thai humeante que esperaba sobre el mantel rojo. No se habló más del tema, pero desee con toda el alma que  no le creyera.

Mariana no llegó a la próxima cita y me pareció raro. Pasé el día sentada en nuestro banquito y no llegó. Pasó la patrulla con los dos policías y vi a la chica trotadora con sus audífonos, pero Mariana no estaba allí para comentar sobre las posibilidades de su vida sexual. La esperé el próximo mes y tampoco llegó. Esta vez me senté dentro de la oficina y observé a las personas caminando sin expresión. Traté de contar las partículas de polvo que flotaban perdidas a mi alrededor y brillaban con la luz que entraba por los ventanales. Ella no faltaría así a dos citas corridas. Me imaginé que algo le había pasado. Quise llamarla, pero no tenía su teléfono. No había tratado de encontrarme con ella fuera de aquella oficina, ni una invitación a cenar después de salir de aquel lugar, ni un trago, ni un gesto para que viniera a conocer a Gonzalo. Ella tampoco concretó nunca la invitación a tomar café a su panadería. Me asombré de mi propia inercia. Ni siquiera sabía su apellido. Es más, ella tampoco tenía cómo comunicarse conmigo.

A la tercera cita que faltó, pregunté en la oficina si Mariana, una muchacha de pelo rizo y pecas, había cambiado su cita para otro día del mes. Aunque la información sobre otros clientes es estrictamente confidencial, después de explicarles la situación, aceptaron mirar en los archivos. Me dijeron que no, que efectivamente había faltado a las tres últimas citas.

Después del incidente de la mujer en el tailandés, habíamos cambiado a un restaurante japonés mucho más tranquilo. Sobre los pedazos de pescado frío, le comenté el asunto a Gonzalo y me dijo que no le diera importancia. Era obvio que no entendía cuál era mi preocupación. No podía comprender que en realidad no éramos tantos los humanos como para perdernos por tanto tiempo. Creo que mi preocupación le pareció un poco exagerada. A lo mejor se fue de viaje, me decía, ya regresaría. Además, ¿cómo estaba tan segura de que no había cambiado de ginecólogo? Un sábado me puse las zapatillas y me tiré a buscar la panadería de Mariana en Fort Greene, Brooklyn. Pregunté a las personas del barrio: en la zapatería, en la tienda de velas para santos y en la barbería decorada como discoteca. No parecía que hubiera ninguna panadería por allí. Caminé todo el día. Pasé por el centro comercial de la Avenida Atlantic, por el instituto Pratt, por Flatbush, por el Borough Hall y nada. Ni rastro.

No sé en qué momento se me ocurrió que sería más sencillo buscarla sin los lentes puestos. Volver al mundo de los humanos y solo ver la realidad, todo iba a ser gris todo el tiempo y seguro que sería más fácil encontrar así la melena roja de Mariana. Durante semanas, salía del trabajo y caminaba por la ciudad abandonada, los edificios vacíos, las ventanas huecas. Vi algunas personas haciendo pantomimas, hablando con espectros. Había menos los humanos de lo que me había sospechado. En algunas ocasiones hablé con ellos y me parecieron tan aturdidos como yo. Todos pálidos, como dibujados a lápiz. Era difícil hablar con personas que se creían rodeadas de seres vivos que eran sombras. Cuando me acercaba a ellos parecía que estuvieran viendo un fantasma. Irónico.

Una tarde, ya cansada de ver el mundo gris, pasó frente a mí la chica que siempre corría frente al edificio de ParaLife®. La seguí por unos minutos, primero caminando, luego trotando, más tarde corriendo, pero no paró. No miró atrás. La llamé, pero parecía que la música en sus audífonos estaba muy alta. Le toqué el brazo, pero no me sintió, era como perseguir a un robot. Trataba de recuperar el aliento cuando me dí cuenta de que estaba cerca de nuestro restaurante tailandés, pero en su lugar encontré un local vacío con cristales rotos. Parecía abandonado hacía mucho tiempo. Adentro solo había un espacio vacío que llegaba hasta el otro extremo del edificio. De las paredes colgaban largos pedazos de pintura. Fue entonces cuando pasó la patrulla de policías. Pero para mi sorpresa, eran los mismos de siempre, ella con su colita, él con sus gafas. Me sonrieron. Extraño, pensé, estábamos lejos de ParaLife®, ¿qué hacían aquí? Se me ocurrió ir a la estación de Policía y reportar la desaparición de Mariana, ya había pasado más de un mes. Me dirigí a la estación que quedaba en la calle 30, entre la quinta y la sexta avenida, pero no la encontré. La mudaron, pensé. Caminé veinte bloques y no encontré otra. Comencé a sentirme mareada, me dolían los pies, los hombros, la cabeza.

En las escaleras de un edificio de apartamentos, un chico parecía estar escuchando a su eidolo. Le interrumpí: “Hola, ¿puedo hablar contigo un momento?”. Parece que comprendió que se trataba de algo privado y aceptó. “No tengo mis lentes puestos”, le dije y respondió con un movimiento de cabeza. “¿Te has dado cuenta de que no hay policías?”. Me miró en silencio. “Estás equivocada”, dijo, “he visto a los policías pasar más de una vez hoy”. “Sí, claro, yo también, pero son los mismos una y otra y otra vez”. Otro silencio. Se abrió un abismo entre nosotros. Yo era de pronto una de esas personas traumatizadas, que no aceptan la alegría multicolor que ofrecen los lentes de ParaLife® y quiere, de paso, amargarle la vida a todo el mundo. “¿Me puedes llevar a una estación de Policía?”, pedí resignada. Caminamos unas dos cuadras, yo en mi mundo gris, él feliz. Fue un poco incómodo, no teníamos de qué hablar. De pronto, se detuvo y me dijo: “Ahí, una estación”. Sonrió triunfante y regresó sobre sus pasos. Miré el espacio y comencé a quedarme sin aire. Allí lo único que había era un edificio abandonado, sin ventanas. Se podía ver hasta el fondo vacío cubierto de grafitti. Adentro solo había metales retorcidos y mesas abandonadas oxidándose. La vista se me nubló. Traté de llenar mis pulmones con aire. Me temblaban las rodillas y tuve que sentarme en el piso para no desplomarme. Se apoderó de mí una sensación de soledad inmensa y un terrible pánico. Me levante dando tumbos, llorando, sofocada. No sé cómo encontré el camino a casa.

Cerré la puerta tras de mí como si alguien me hubiera estado persiguiendo. Traté de ponerme los lentes de nuevo. Tuve que esperar en lo que las manos me dejaban de temblar. Una vez con los lentes puestos, todo volvió a verse normal y pude respirar un poco mejor. Llamé a Gonzalo. Contestó con un grito de alivio y una pelea, llevaba días sin responder sus mensajes. Después de reclamarme por no haber dado señales de vida en todos estos días, me preguntó cómo estaba. Notó el temblor en mi voz. Propuso que nos viéramos en la cafetería de la esquina. Le dije que no podía, pero no le di razones. Lo cierto es que no podía salir a la calle. No podía ver las mentiras. Tenía miedo hasta del suelo sobre el que pisaba. Le dije que, mejor, viniera a casa. Pero él era un eidolo, él no sabía nada sobre otro mundo, sobre esa otra realidad a la que él no podía llegar. ¿Cómo decirle lo que me pasaba? Estaba absolutamente sola.

Llegó por fin, con su pelo negro balanceándose sobre sus ojos. Recordé que no lo podía besar. Comencé a sentir náuseas. Él estaba allí, ligero, sin existir. Yo existía y no podía soportar el peso de mi cuerpo. No podía controlar el temblor de mis manos. Se sentó al lado de la ventana. La luz del sol iluminaba los minúsculos bellos que cubrían su mejilla como terciopelo, y parecía tan real que el corazón estaba a punto de salírseme por la boca. “No entiendo lo que te pasa”, me dijo. “Creo que sé lo que le pasó a Mariana”, dije, pero lo cierto es que más bien intuía lo que había sucedido. De pronto alguien, que era yo misma, dijo: “¿Recuerdas la mujer que te habló en el restaurante thai hace un tiempo?”. “¿Qué? ¿De qué mujer hablas?”, contestó Gonzalo. “Aquella que te preguntó si eras tú la imagen”. Se le perdió la mirada entre las sombras de mi sala, detrás del sofá, como si hubiera otra persona allí de pie. “Ni me acuerdo”, respondió y me miró fijamente. Traté de respirar, me senté en el sofá, las piernas juntas. “No fue hace tanto”, murmuré. “No importa. Imagínate que hay un mundo alterno al nuestro”, dije tratando de mantener la calma. Él me miraba, estirado sobre la silla, sus piernas atravesando casi toda la sala. “Imagínate otra dimensión”. “¿Cómo se entra a esa otra dimensión?”, interrumpió. “Es pura casualidad”, le contesté. “Algunos pueden y otros no”. Gonzalo dejó caer su cabeza hacia la izquierda, solo un poco, lo necesario para mostrar cansancio. “No me hagas caso”, respondí cansada. “He estado un poco deprimida últimamente”. “Entiendo”, dijo. “¿Qué tal si me quedo contigo esta noche?”.

Desperté antes que él. Entré al baño y tras la puerta llamé a Arturo. Él era abogado, él debía saber mejor que yo lo que estaba sucediendo. Contestó con su tono profesional: “Oficina del Licenciado Arturo Cárdenas”. Escuchar su voz me produjo una sensación de alivio, como si todavía existiera algo claro y limpio dentro de aquella pesadilla. Comencé a contarle todo lo que había ocurrido hasta el momento, la desaparición de Mariana, mi búsqueda, que me había quitado los lentes y que el mundo real parecía hecho de cartón. Las palabras me salían de la boca a borbotones. Cuando terminé, hubo un silencio al otro lado del teléfono. Por fin, lo escuché aclararse la garganta y en un tono entre tierno y paciente,  me dijo: “Tú deberías ir a las oficinas de ParaLife®. A la 119”, hizo una pausa. “Allí te van a ayudar a aclarar algunas cosas sobre el programa”. Cuando colgué, Gonzalo estaba a mi lado y me miraba. No sé cuánto de la conversación había escuchado. “¿Con quién hablabas?”, preguntó con los ojos hinchados de sueño. “Con Cárdenas. Dice que él conoce a alguien que me puede ayudar”. Miró al piso y sus hombros colgaron como dos grandes papayas. “No vayas”, susurró. Entendí que sabía más de lo que parecía. Pero, de ser así, ¿cómo era posible que siguiera funcionando? Le iba a preguntar exactamente qué era lo que sabía cuando lo vi todo claramente. “Simplemente, deja de pensar, ¿sí?”, me dijo y yo obedecí.

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