Fragmento del cuento “Los hijos de Sergio Medina”. Escribe José Liboy Erba

salsita

Escribe José Liboy Erba

Muchos años después de su oscuro nacimiento, Sergio Medina escucharía una tonada de salsa que le traería la falsa reminiscencia de una pareja que bailaba en las calles de la ciudad en la que aparentemente había nacido. Sus padres actuales eran un contable y una dietista. Ella lo había tenido del tanque en una resaca de niños sin padres. Heredaban no solamente al bebé, sino las enfermedades de los padres. Medina, pensando en padres desconocidos, miraba en la distancia la hecatombe de aquella ciudad en la que no había podido nacer. De las canciones de salsa que le llegaban de allá, de las letras que escuchaba, no le quedaban sino unos vagos recuerdos, cuando por fin tuvo tiempo para pensar que no estaba con sus padres naturales. La imagen de unos bailadores le llegaba insistentemente, pero ni de ello podía apercibirse ahora. Cuando fue a la universidad, tuvo que donar un hijo. Las muchachas con las que habría podido salir, si no se le hubieran requerido esas células, ahora lo consideraban un pobre miserable que no podía hacer nada para impedir que le pidieran hijos.

Se le encargaba ahora bregar con un lote de células de hijos, que como él no tenían padres. No había encontrado candidatas idóneas. Las familias pudientes que trataban de esconder sus embriones ya habían desaparecido también. Recordaba haber leído una novela sobre la herencia de unos niños alemanes que el Tercer Reich le dejaba al mundo. Estaba leyendo esa novela sin saber que él mismo era una herencia, sólo que sin padres. La canción de salsa le llegaba a los oídos limpiamente. Los cencerros y los timbales resonaban en su cabeza. Una descarga de piano que siempre le confiaban a un tal Palmieri, lo hacía pensar que hasta en la música hay una persona que se faja mientras los demás no hacen nada. Pensando en esto, se trepó en el carro de sus padres de crianza y decidió ir a vender algunos anuncios. Su padre de crianza lo había anunciado para los veinte años. Ya en este mundo, los que se iban a casar no conocían familias de muchachas. Todo se hacía estadísticamente. Seguir hilando palabras, que después no quedaban en nada. Pensar en el cabello rubio de los personajes de las novelas de espionaje que le había dejado su papá de crianza, ahora recientemente fallecido. Trató de imaginar una carrera de caballos, algo que lo sacara del ensimismamiento. Algo que aunque fuera un libro le llamara la atención, pero ni modo.

Para escapar del terrible calor tropical y del teclado de la computadora en la que escribía su historia, pensó ir a la librería. Pero ya los libros no le decían nada. Su hermano le regaló una tarjeta para celebrar que era padre, aunque su hijo había nacido del tanque también, aunque él quisiera ser un padre que no olvidaba a su hijo. La verdad es que ni con el hijo vivía. Las mujeres estaban tan acostumbradas a parir esos hijos anónimos, que el hecho de que un padre fuera la excepción, no le permitía a nuestro amigo cambiar el signo de los tiempos. Así que entes de ir a la librería, fue a la universidad y encontró que la librería de la institución, en la que compraba libros baratos, ya no estaba abierta y que el periódico de izquierdas que de cuando en vez auscultaba, estaba por cerrar por falta de lectores. Un comienzo de vanidad le hacía pensar que podía, si quería, publicar sus cuentos. Pero a nadie le interesaba realmente la historia de un embrión perdido como él. Pensó, como es de esperar, que su padre de crianza lo había sido todo en la vida y que ya no le quedaba un sitio a donde ir, ni una meseta a la que subirse, ni una fonda en la que pudiera comer siquiera una comida caliente.

Recordaba ahora a la muchacha estéril que le había pedido el bebé de regalo. Era una mujer bonita a la que él fue a ver como si le celebrara un cumpleaños. No es que quisiera salir del bebé, pues le encantaban, pero quería hacerle ese regalo a la muchacha impedida. Recordaba que ella estaba de lo más contenta y con la esperanza de ser madre, aunque le decía para disimular el traspaso, que en realidad se quería casar con él. Sergio sabía que ella no quería casarse realmente, sino que estaba esperando el regalito de la célula. ¿Era esto una recesión? ¿Por qué, si él mismo era un embrión descartado, había tenido que encargarse del nacimiento de su hijo, igualmente descartado por la mujer que estaba con él? Pensaba en esas mujeres de Nueva York que no sueltan prenda nunca y que le dejaban esos huevos en la isla para que se defendiera. Especialmente en esta última década, las muchachas de Nueva York habían tapado el banco de tantos hijos que habían dejado sin nacer.

El lote de células había crecido muchísimo desde entonces y había que liquidar el banco injertando algunas células. El problema eran las candidatas que no era tan fácil conseguir, sobre todo porque los padres no se ocupaban de que nacieran sus hijos como debía ser. Estaba leyendo ahora una novela donde la protagonista hablaba de los sombreros que tenían que conseguir los padres cuando se casaban con una muchacha pobre, pero apenas le quedaba memoria de esa novela. Así que ahora estaba por emborracharse en alguna barra de ciudad, porque el trabajo que le tocaba era harto impopular. Tener que ponerse a conseguir padres era la peor encomienda. Llamó por teléfono a un muchacho que también era un embrión descartado, aunque no era tan infeliz como él.

El muchacho le dijo que fuera a buscarlo a su casa, pues pensaba aliviarle la tarea llevándolo a una feria. Especie de circo itinerante y feria, guardaba algunas monstruosidades biológicas. El muchacho descartado lo llevaba para que se diera cuenta de que por lo menos no eran personas deformes. Le hacía ver que pensar en la legitimidad de su ascendecia era como pensar en el oro de una pulsera de reloj. Poco importaba que una madre desfavorecida lo hubiera dado a luz. Lo que importaba era el amor que le pudieran dar los padres escogidos. Pero Sergio tenía esa estúpida reminiscencia de una pareja de bailadores, y al parecer, como estaba empeñado en visitar la ciudad de Nueva York, donde se había obtenido la cepa que le había dado la vida, el muchacho que era como él nada había podido hacer para sacarlo de esa nostalgia falsa.

Falsa porque a Nueva York no había ido nunca. ¿Cómo podía recordar unos padres con los que nunca había estado? ¿Cómo imaginaba una pareja de bailadores que se querían, pero que no podrían estar toda la vida juntos? Y ahora que había tenido que donar un hijo él mismo, se le acrecentaba esa idea. Esto ya estaba quedando como un viejo cuento de los de su país. Un poco agobiado por el peso del calor, y sin maña de hacer mejor, le invitó una cerveza a su amigo. Pasearon por la feria un buen rato y no encontraron nada feo. Se lo habían llevado todo para otra parte. No había nada feo que ver, así que viraron sobre sus talones. Tamaño trabajo le esperaba ahora, que tenían que visitar varias parejas sin hijos. Ya no era lo mismo que celebrarle una fiesta de cumpleaños a una muchacha bonita, aunque desfavorecida.

El tierno riel de la vida que a todos nos acoje, se lo llevó de la feria ese día porque tenía mucho trabajo que hacer. Ya para empezar, vio en la portada del periódico que iba a cerrar, una pareja que pedía cien mil dólares por dar a su bebé. Ella era como una maestrita del sistema público, y él aunque había sido campeón de natación, estaba ahora con una venerable barba blanca. Recordaba que él no le había cobrado nada a la muchacha que tuvo a su hijo, por el hecho de no ser únicamente un embrión descartado el que le regalaba, sino por el hecho de que tuviera un defecto en la mano que le impedía, como los otros, vender a sus hijos. Eso pensaba este señor, cuando una nueva pareja se les apareció. Ella estaba con medicamentos porque no quería tener hijos con defectos y prefería pagarle a la pareja del nadador y la maestrita. Pero no podía pagar cien mil dólares, así que estaba con medicamentos. El cuento perfecto que pensaba escribir Sergio, no podía hacerlo ahora. Nada encajaba bien, todo se iba por la borda, con recuerdos y todo. Pensó en los cuentos imperfectos que había visto publicados en una revista de Carolina, pero ni modo. ¿Cómo convencer a la pareja de que tuviera uno de los embriones sobrantes? El plan médico podía proveer la cepa, y ellos serían como sus padres, que tendrían un hijo que aunque imperfecto, no sería mala persona y quizá hasta le iría bien en la escuela.

Como estaba en la casa con su madre, ahora que su papá de crianza había fallecido, ella le dijo que rebuscara entre los libros viejos de su papá para ver si podía aprender nociones de economía. Con su mamá, vendía paraguas y calendarios, y todo el mundo lo conocía como una persona que iba a ser escritor, pero que por haber tenido que donar un hijo, se habían tenido que retirar de la literatura, pues la gente literaria al parecer no creía en eso. Encontró entre los libros que había leído en la adolescencia, cuando pensaba en sus padres verdaderos, los bailadores, el famoso libro de la herencia del Tercer Reich. Las pájinas ya ajadas por los años, y la sensación de que la ilusión no era la misma, ahora que sabía que la pareja de bailadores en la que pensaba era una reminiscencia de su familia original. Pero ahora ni por nada del mundo estaría con esa gente de Nueva York. La sola idea de tener que bregar con una madre orgullosa que no lo aceptaba lo tenía lejos de buscar la verdad. La novelita de espías de su papá, aunque ya leída y masticada en otros tiempos, le trajo dulces recuerdos de cuando pensaba convertirse en un intelectual, antes de que le pidieran el bebé en la universidad. Había sido bueno querer ser intelectual, es decir, todo el mundo debe soñar con ser inteligente y tener un trabajo inteligente. Volvió a repasar las páginas de la novela. En el primer capítulo, un submarino alemán que iba a llevar la herencia nazi perfecta por todas partes, con fuertes y rollizas enfermeras. Pensaba que él no podía ser personaje de una novela de personajes perfectos, y pensaba que el chicle no le daba para mascar el tiempo de leerla otra vez.

No obstante todo esto, pensó en el recuerdo de las novelas de espionaje, Hay quien imagina que los cuentos se recuerdan mejor cuando no se tienen a la mano, que tener de nuevo el cuento y volverlo a leer no tiene gracia. La literatura que leíamos cuando éramos adolescentes, ya se quedan pequeños como las casas de las abuelas que visitamos en la isla. Ahora que todo le parece postizo, padres y relaciones, aunque no sea cierto, pues esas novelas o los recuerdos de esas novelas de espías son como la pareja de bailadores. Es verdad que le gustaron las novelas sobre la herencia alemana perfecta, pero no pensaría ni aunque fuera perfecto, ser una herencia metida en un submarino. Ahora estaba leyando una nueva novela sobre nazis escapados. El tenderete de libros del Centro Comercial ya no estaba y allí habían leyendo Mi Lucha, de Adolf Hitler.

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