Ciertas confesiones de Dior, amigo imaginario de Galliano

Galliano 1

Por Manuel Clavell Carrasquillo

La terquedad que te caracteriza no permite que las rabietas se te pasen rápido. Debes perseverar en el show del ego herido por los cuestionamientos de los otros, echar maldiciones con espuma por la boca contra aquellos que se atrevan a contradecir tus designios, amenazar con torturas espirituales a los que intervengan en los procesos de consecución de tus “sabios” actos. Pero a mí no me conmueves con tus arrebatos desproporcionados, Juan Galliano, porque no me programaste para ello.

Me convocaste aquella última noche de desolación que pasaste en el hospital metropolitano. Te recuperabas de los daños que sufriste en el atentado a fuerza de calmantes, antinflamatorios y terapias. Tus conexiones con la compañía te habían transformado en un mercenario intelectual huraño e insoportable en busca de aires bucaneros dentro de los viejos tomos legales. Cortaste toda conexión con tu pasado aferrándote a una estrategia sanguinaria cuando encontraste el nicho “perfecto”.

Lograste acomodo razonable entre los más grandes tecnócratas y, justo cuando enfilaban los cañones de la firma contra el buró para burlar las reglamentaciones rígidas, un tobillo destrozado echaba por la borda todas tus conquistas. Por eso me emplazaste. Interrumpiste mi reposo dibujando un pentagrama para que volviera a ayudarte; esta vez a planificar una venganza.

Me armaste con un cuerpo gitanojaponés muy atractivo, extrañamente alto y tofe. Me pusiste grasa en la lengua para que pudiera dominar el sánscrito, el suahili y el vascuence, además de las romances. Me dotaste con poderes para sobrevivir debajo del agua, volar por los aires, atravesar la tierra como los topos y soportar los fuegos más terribles. Me vestiste con ropa casual y seductora, muy ceñida. Querías enviarme -antes que tú fueras- a aventuras (erótico)políticas para explorar antros y tugurios suburbanos que luego frecuentarías en tu mente.

Me pusiste negros ojos grandes con un dispositivo de visión infrarroja para que te trajera noticias de las hilanderas extranjeras que trabajan en las infames fábricas del Garment District indígena. Audición biónica para que escuchara y memorizara las narraciones épicas de los esquimales asesinos de focas y osos polares. Una rara piel bronceada con tacto ultrasensible para que pudiera tocar los lujosos pezones de las prostitutas contratadas por la junta para entretener a periodistas o relacionistas públicos. Por último, me confeccionaste un gusto virtual hiperdesarrollado que introdujiste detrás de mis breves labios para que saboreara por ti. La misión requería que me relamiera las pezuñas en tu nombre tras tragar agridulces líquidos prohibidos y enmohecidos polvos.

Me diste cualidades de dandy jaquetón para que interviniera con los modelitos tras las pasarelas, les llamara la atención de su belleza estándar rozándoles los glúteos y les ofreciera fajas gordas de billetes para robarles chismes de monsieur Gaultiero y míster Versacesco. Te obsesionaste con la posibilidad de que tuviera el raciocinio investigativo del agente encubierto camboyano y la sangre fría del matón a sueldo ario. Decidiste que, para acentuar mi indiferencia hacia lo vivido y lo sufrido, me contagiarías con la enfermedad de los que ya no tienen miedo a nada: estaba escrito en la corta página de mi destino inexorable que me declararías anoréxico.

Mientras le imprimías los últimos brochazos ordinarios a mi boceto de machito bravío, removías el hongo de los códigos de leyes internacionales sobre copyrights, patentes y marcas registradas. No podías permitir que la junta ni los socios se dieran cuenta de que tenías deficiencias de memorización y que los trucos de la práctica forense para emprenderla en las cortes contra los imitadores no estaban en los cuadernos computarizados en los que garabateabas tus notas.

En ese momento preclínico, antes de que fueras internado por segunda vez en tu vida, te susurré el fatídico secreto que me pedías a voces: “Gallianito, Gallianito, madame Channela, la del Figaro, te tumbará los cocos. Tu ruina serán las imitaciones y los ecos”.

Primera rabieta

Te regañaron por el malmanejo de la cuenta de M. Korsisko. En la misma reunión, ya nuevamente incorporado después del puñetazo de los socios, le echaste la culpa al gerente de la compañía destinado a la sucursal de Manila. Te había engañado, aprovechándose de una interpretación fatula del privilegio abogado-cliente en la jurisdicción extracontinental de las islas. Te juró por su madre que los textiles no eran inflamables y que las cremalleras no estaban entintadas con pintura plomiza. Sospechaste de su gesticulación absurda y exigiste una inspección ocular de la planta. Te fue negada por tecnicismos de seguridad y orden corporativo, más una referencia oscura a tus gustazos pedófilos con los modelitos rumanos de Rarmani. En ánimo consolador, te dio acceso a los papeles. Dispuesto a examinarlos con cautela, te encerraste conmigo en una habitación del Hilton. Colaste una buena dosis de cristales y dos pipas.

Tras la humareda, pediste mi consejo. Te dije que las auras parpadeantes de las familias que hurgaban en el basurero nacional valían más que las promesas del gerente. Que una lectura rápida de los sueños mojados de los funcionarios filipinos en guayabera, como los suyos, pronosticaban una hecatombe maldita parecida a la que provocó, milenios atrás (nov., 1978), Jim Jones en Guyana con Kool-Aid envenenado. La diferencia estribaba en que la tuya sería individualmente simbólica. Contigo y tu estela de malasrachas ya no sería coartada el llamado al suicidio colectivo utópico. Tú solo serías el responsable del acabe.

No hiciste caso. Todo lo contrario, comenzó la primera rabieta. Lanzando escupitajos lograste amordazarme y me amarraste de los pilares de la cama de caoba. En tu delirio, decidiste vestirme a la fuerza con un kimono shocking pink de alta costura y me recogiste el pelo largo en un moño en forma de melocotón para que me presentara disfrazado ante el gerente para cuadrar el soborno. Soltaste las amarras para que saliera de la habitación a cumplir tus órdenes pero los drapeados de la tela de seda cruda provocaron mi caída.

Me arrastré como pude por el piso alfombrado, reptando como piel de boa montada sobre la olma de dos tacas. No fui lejos, enseguida lograste que perdiera el conocimiento tras el cantazo que me diste en la nuca con la base de mármol de la lámpara. Roto el conjuro de nuestro amor pactado gracias a tu pataleta, me refugié en las pailas de tu limbo psíquico. Ya habías transmutado de amigo imaginario (amo) en polvo astral de cometa deshecho (esclavo).

Segundo ataque

El avión de regreso lo tomaste solo. Durante el trayecto, sólo te distrajeron del objetivo destructor el uniforme couture, al estilo de los toreros sevillanos, que llevaban los azafatos, y el sonido contra los hielos de los chorritos que constituyen un cubalibre doble. Durante el sueño, manipulaste los eventos para que regresara, pero me negué.
Soy difícil. Hice que un general ordenara tu tortura, que te acostaran en un box spring con los alambres electrificados y que, luego, te encerraran herido en un calabozo sin luz y pestilente infestado de ratas. Despertaste con un susto enorme incrustado en el alma y enseguida te dio un ataque cardíaco.

La próxima escena transcurrió en un dispensario rural, entre ampolletas llenas de antibióticos expirados y sueros, porque el capitán dio la orden de prepararse para un aterrizaje de emergencia debido a tu alarma. “Sácame de aquí, Mohammad Dior, sácame”, le gritaste al enfermero cuando despertaste. Lo confundiste conmigo a mala hora, Gallianito, terco licenciado. Ya no volvería a tu lado hasta que dibujaste el pentagrama con tus lágrimas de cocodrilo para que regresara. Recuerdo que trazaste los triángulos en medio del tercero de tus tántrums y los marcaste con cinco velas negras. Querías que llegara pronto, para que te ayudara a planchar la venganza contra la compañía; para que reparara el daño que te habían hecho después del atentado.

-mcc

Publicado originalmente en Diálogo, periódico de la Universidad de Puerto Rico, edición de febrero-marzo, 2008.

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