Otro proletario oloroso a su propio meao (fábula laboral)

Habría que contar un cuento para soportar desvelos que diga más o menos cómo comenzó la escalada hacia el triunfo de los obreros que permanecían en sus puestos para beneficio y mejoramiento del país. Trepó, siguió recomendaciones, buscó aliento en los supervisores y, a cambio de su firma aprobatoria en la hoja de evaluación, reveló nombres de defectos, dueños de causas de suspensión. Fue premiado con una reclasificación y oficina con vista a la bahía. Condicionó su mente a un estado de necesidad ficticio que le permitía sentirse excluido de responsabilidad porque causaba un mal menor que el “peligro inminente” que venía aparejado de la certeza de permanecer en la misma y baja escala salarial.

Marcó varios números telefónicos de gente conectada y les habló de la necesidad que tenía de cambiar su nivel de conexión. Invitó a algunos a tomar café. Se fijó en la consistencia del líquido en cada restaurant, en el parpadeo de sus interlocutores cada vez que les espetaba la petición de auxilio jurisdiccional y siempre, antes de comenzar a hablar, les lanzaba la miradita particular de los sanbernardos a punto de congelación en los Alpes suizoz, como queriendo comunicar que el rescatador de momento se convertía en sujeto necesitado de rescatación.

Cuando pasó lo que pasó, que fue un crimen digital que involucraba cierto fraude bancario, Jeremy alegó que lo hizo, sí, pero que obedecía órdenes de arriba que, de lo contrario, su osadía le hubiese costado el trabajo. “Con el trabajo que me dio conseguir este trabajo”, le dijo al procurador.

El jefe, a su vez, alegó que los trámites se hicieron por el libro y que el libro tenía un error. Los procedimientos descritos no conducían al resultado de la compraventa lícita sino a un traspaso de propiedad no permitido por la ley. Ahí fue que se le nubló el entendimiento a Jeremy, porque jamás pensó que su jefe fuera capaz de mentir con tanta precisión y convicción, tanta que logró convencer de su inocencia al juez.

Jeremy fue negligente esa noche, no llamó a su mujer al enterarse de la exculpación de su queridísimo ex-jefe y, por lo tanto, no le avisó que era libre antes de que fuera perdiendo la noción del tiempo mientras bebía con los panas en el bar. Un anuncio en el baño del Departamento de la Familia lo convidaba a dejarlo todo, es decir, soltar el aparato mientras lo aguantaba en la posición correcta para mear, sólo para pensar en los hijos. “¿Sabes que están haciendo ahora tus hijos?”, cuestionaba la publicidad látigo a los meones del local.

Jeremy lo soltó y -cuando llegó a su casa- su mujer le reclamó no por la tardanza ni por el tufo a alcohol sino por la peste a meao.

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