‘Hard-boiled se llama el género’ (Fragmento de la novela inédita ‘Las tribus sedientas’)

unoEscribe Juan Carlos Quiñones
Especial para Estruendomudo
Fotos: Three15Bowery

Regresar al orden de las cosas. Un reloj. El ruido acompasado y el silencio intersticial que se interturnan, profundo el uno, estacato el otro, funcionan como una metáfora aural, un recordatorio, una demanda, un reclamo y un llamado de otro sitio a regresar. También informan la hora.

El tiempo de participar del mundo. Heráclito escribió que los despiertos lo comparten y los dormidos viven uno personal de cada cual. La ventaja del género fragmentario es su actitud lapidaria, su resonancia definitiva, su provocación hipnótica del olvido de su propia incompletud necesaria. Y yo, evidentemente que he leído demasiada filosofía, actividad que, siguiendo a Heráclito, coincidiría con el sueño en aquello de que te lleva a tu propio mundo, a un mundo entre muchos, tangentes, monádicos, discretos.

Esto es una descomunal comemierdería. ¿Por qué carajo me levanto filosófico? ¿No acabo de salir del sueño, de esa comunidad aislada e indefinida de mundos posibles en la que cada cual es rey de espacio infinito habitando una nuez? ¿Porqué carajo salto de una nuez para caer en la trampa filosófica de otra nuez? Mucho ruido, (tic-silencio-tac-silencio-tac-silencio) pocas nueces. Me cago en Shakespeare. Y en Heráclito.

Y parió la vaca. Esta es la mañana del concierto de conciertos. Tic-tac, cabrón reloj; ring-ring, cabrón teléfono ahora. Clak-clak, maquinilla después. Hay que joderse. No me gusta la música clásica.

Esta llamada no la esperaba. Viene de lejos. Todas las llamadas vienen de lejos, porque vienen del mundo. Esta es la llamada que estaba esperando. Tengo puestos calzoncillos de boxeador no muy limpios, aunque no cagados. Apesto, aunque no demasiado. Cojo el auricular y escucho lo lejos a lo lejos que me llama, que me habla. Estiro la mano hacia la mesa de cartón prensado y la mano (mía) encuentra ciega el cartón prensado de los cigarrillos Marlboro. El cuarto apesta a cigarrillo, by the way. He fumado mucho aquí, muchísimo, y otros han fumado muchi-chi-chísimo más que yo muchi-ch-chi-chísimo más que yo desde hace muchi-chi-chi-… bah, ya se entiende. El movimento de la mano a los cigarrillos es ciego, cool, como practicado mil veces si una porque ha sido practicado mil veces si una. Me sale natual porque es un gesto adquirido. Está prohibido responder al teléfono negro, por supuesto, antes de encender un cigarrillo, inhalar profundo, marearse un poco y entonces ya, entonces responder a la llamada del mundo botando mucho humo por la boca y las narices. Esto también me sale cool, sólo me faltan unas gafas para ser chester cheetah o spud mcenzie o uno de los belushi y en verdad no me faltan porque las tengo, pero gafas oscuras en calzoncillos rompe lo cool. Y lo cool es lo esencial.

Como se ve, soy un personaje de novela negra.

No hay que ser un genio para saber esto, porque la novela negra es un género generalmente escrito por genios mal apreciados para lectores idiotas. Acaso por esto escriben personajes extremadamente idiotas, como yo. Aunque yo, siendo idiota, soy medio genio. Heráclito, Shakespeare, eso. O acaso esto me hace más bruto. Qué sé yo. Mata el tiempo antes del tiempo de matar (soy un hitman, no hay que adivinarlo, no hay que ser un genio; pistola, y me sirve para sustituir las pesadillas reales por otras pesadillas peores pero más elegantes. En esto me ayuda el ron. Whisky, que es totalmente anacrónico en estos lares tropicales pero totalmente cómodo en la novela negra. Qué disparate.

Racionalizo la muerte pero no ahora. Pienso solo (esto que se lee se llama fluir dedos conciencia en lenguaje literario) y escribo, o no escribo yo. Eso se verá y con suerte se dilucidará después. Ahora soplo humo y respondo al teléfono asintiendo con la cabeza así así, como si la voz al otro lado del mundo me estuviera viendo. ¡Imagínate qué estampa! Tú dirías que estoy loco, pero tú dirías que yo estoy loco como quiera. No me importa lo que tú dirías, y cuando me vaya a importar te aviso. Siéntate cómodo y no aguantes la respiración, consejo de amigo. Aunque yo no soy tu amigo. Yo no tengo amigos. Yo sólo tengo no-amigos y enemigos. Me llevo mejor con los primeros que con los segundos, o me llevo peor con los segundos que con los primeros o me llevo mal con los segundos y simplemente no me llevo ni bien ni mal con los primeros, y entre esos entras tú. Por ahora. Si te portas bien te quedas ahí, y te conviene quedarte ahí quietesito, leyendo esta mierda. Si te portas mal… no jueges pega tres si no te quieres pegar.

Yo soy un antihéroe de novela negra. Por eso es que asiento así así con la cabeza mientras hablo por el teléfono en calzoncillos y por eso hay una botella de whisky barato en la mesa junto al cartón de cigarrillos y un abanico en el techo que no echa una puñeta de aire y yo sigo el juego, aunque confieso que lo encuentro todo un poco ridículo. Hay un supuesto, una condición de posibilidad que no se cumple para que todo esto no sea ridículo: esto no es una película. Sólo ante el ojo de la cámara cinematográfica funciona toda esta comedia rancia y no hay una cámara por todo esto. Yo lo sé. El cabrón que me escribe lo sabe. El sabe lo ridículo que es todo esto sin cámara, y también sabe lo necesario que esto es, como lo sé yo. El sabe cosas que yo no sé. Pero yo, (y esto él lo sabe) sé cosas que él no sabe. Cosas veredes.

Esto parecería inaudito. Pero tranquilo brother, respira, que esto no es la vida, al menos todavía no. Hay cosas importantes. Me han dicho cosas importantes por teléfono, y respondido como debía, asintiendo así así con cara seria y jalando y soplando el cigarrillo. Estas mierdas me van a matar. Sí, esto es un chiste. Porque no hay que ser un genio para saber que lo que me va a matar es un tiro en la nuca si tengo suerte y un tiro en la barriga si tengo suerte, pero de la mala. Esa muerte es la peor. No, hay muertes peores. Yo las he vendido todas, o casi todas. No las exóticas (esto es un hard-boiled, remember) sino las efectivas. Y yo cobro cash.

Hay confusión. Todo está como, donde debe, pero hay confusión. Yo me siento desordenado y vacío, como el mundo antes de su nacimiento. Eso es, yo me siento antes del mundo. No hay contradicción entre el dicho y el hecho, aunque sí mucho trecho. Confusión y aparente normalidad. Normalidad turbia de novela negra. Nostalgia, humo, jazz, bah, ya se sabe. Y la necesidad de este cabrón de escribir dentro del género y escribir algo genial y original a la vez. Va bien con la primera, pero lo veo medio jodido en la segunda. Pero ¿sabes que? Tú y yo lo vamos a salvar. Creo. No que se lo merezca, porque la verdad que es un carbón (yo tengo mis razones personales para odiarlo que no te conciernen, digamos que el me debe, y me va a pagar) pero así es la cosa. Sólo anticipo esto: be careful of what you wish for, incauto lector. No es lo mismo llamar al Diablo que verlo venire.

Y hablando del diablo y de llamadas, mejor hubiera sido que fuera el diablo el que me llama, el que me llamó hace un rato con la noticia importante. Dios sabe que el diablo tiene este teléfono sabido de memoria.

***

La mujer está muerta. Como debe ser. No hay sorpresa alguna ahí. Siempre que me encuentro con la mujer muerta me divierto jugando al escritor. Porque recuerdo un cuento que causa admiración (para mí totalmente incomprensible) por su brevedad y su ingenio. El cuento va así: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.” Este cuento es una mierda. Eso es lo que yo pienso. Y me invento uno mejor, que dice así: “Cuando despertó, el cadáver todavía estaba allí”. ¡Carajo! ¡Eso sí es un cuento para cagarse en la madre! ¿No?, siempre me río un montón con este chiste interno que yo me hago. Además, el que escribió la mierda de los dinosaurios se plagió ese cuento, y yo no me explico cómo ningún literato se ha percatado de este robo insultante, o se han percatado y conspiran para proteger al mamatranca que lo escribió. Lean esto: “Cuando Gregorio Samsa despertó aquella mañana, luego de un sueño sobresaltado, se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho.”. Si yo llego a estar del otro lado, del lado de allá, del lado del orden de las cosas… hay bendito, de que le pego un tiro a ese cabrón se lo pego, bien pegao. Por copión. I rest my case.

tresHasta aquí, hasta ir callejón y encontrar a la mujer muerta destartalada en el piso gracias a la indicación de la llamada telefónica, nada anormal. La pregunta obligada también es normal y predecible. Te la dejo a ti, Sherlock Holmes de pacocotilla.

No es imposible que yo haya matado a esta mujer. Como dije, el cabrón sabe cosas que yo no sé, y cosas que tú no sabes como yo sé cosas que él no sabe y tú tampoco sabes, de modo que el más pendejo aquí eres tu. Y mientras esto se sigua narrando en primera persona parece que las cosas van a seguir así. No hay sorpresas hasta ahora. Sólo un poco de confusión en la respuesta a la pregunta de rigor. Rigor, como en rigor mortis.
Esto es una novela negra. Y esto es un chiste malísimo de novela negra. Rigor, rigor, get it, get it? Entonces hay un salto. Cuando menos te lo esperabas tu y me lo esperaba yo, yo me pregunto la pregunta de rigor mortis y si no sé si la mate yo viene obligada la pregunta de quién la mato, ¿no? ¿no es así? Y aquí, en este instante ha ocurrido un salto, un sobresalto, una sorpresa. Me he convertido de hitman en detective de un zarpazo. Qué jodón, ¿no? Todavía estamos acá, en la caja negra, pero algo se difuminó. Yo lo sentí. Y tú también.

Yo sólo me acuerdo de algunas cosas. Carajo, pero yo creo que todo el mundo se acuerda sólo de algunas cosas. Acaso yo me acuerdo de menos cosas que muchos, pero eso es porque yo bebo mucho. Pero he de acordarme más o menos de tantas cosas como de las que se acuerdan todos los que beben mucho, que son muchos. ¿Tú bebes mucho? En verdad no me importa, pero consejo de amigo: “Hermano bebe, que la vida es breve”, dice una canción de la que no me acuerdo y que bueno, porque es una mierda de canción. Pero, eso sí, mejor consejo en el mundo no te puedo dar. La vida es breve. Vita brevis, ars longa. Vita brevis, rigor mortis. ¡Ajá! No te esperabas que yo supiera latín, ¿verdad? Bueno. Yo tampoco.

Ahora hay que salir. Ya se hizo lo que se pudo, por dentro y por fuera. Se rebuscó el cuerpo rigurosamente muerto de la mujer (ja, ja, sometimes I kill myself… ¡oops! There I go again…) y se descubrió un detalle sorpresivo: la mujer no era una mujer. La mujer tenía un bicho más largo que la esperanza del pobre entre las piernas, y esto es sorprendente, porque era bella. Yo no me meto en la vida sexual de nadie, pero esta o este ya no tienen vida sexual ni de otro tipo, si hemos de ser rigurosos (je, je, ¡somebody stop me!). En vida sexual, esta persona era un travesti. Eso pasa en la noche puta de estas latitudes, aunque esta persona no era una puta. Yo conozco mi gente. El bicho de esta persona está mutilado, aplastado, aparentemente machacado a martillazos. “Je je, alguien se llevó tremenda sorpresita.” Pienso yo solo, y me río. Ya se que este es un crimen pasional, o de despecho, o para ser más rigurosos, de sorpresa (I’m on a roll here). A alguien no le gustó lo que encontró entre las piernas de esta mamacita linda. Tiene los labios lindos. Tiene los ojos bellos, aunque los tiene cerrados. ¿Qué como lo sé? Mira, porque lo sé. It takes one to know one. Tiene un peluche rosado en la mano izquierda, como anidando ahí, como un pajarito. La escena de la mano es tierna. El resto de la escena no lo es.cuatro

¿Qué por qué me importa quién mató a esta pobre infeliz? En sí mismo, el hecho no me importa demasiado. Nada me importa demasiado, excepto ese sueño extraño de regresar al orden de las cosas que me atosiga cuando cierro los ojos. Y ese peluche, ese bicho machacado, esos ojos bellos e invisibles pueden ser una clave. Cualquier cosa puede ser una clave. Hay que vivir paranoico en estos lares. Y la llamada, claro está. Y un miedo vago, incómodo, de que me maten sin averiguar algo. Y un malestar incierto, triste, de la posibilidad de que yo haya matado a esta mujer. Que no es mujer. Que no era mujer. Que ahora no es nada. Eso sí, a esa nada se aunarán pronto dos o tres, o cuatro, entre ellos acaso yo, acaso otros. Acaso el cabrón. Acaso tú. Inhala, exhala.

Le pongo una tarjeta en la boca: Juan Carlos Quiñones, detective privado.

Y que se joda

La sonrisa close-up de Martí

Copia de marti close upsmileEscribe Sonia Marcus Gaia
Desde La Casa Naranja
Especial para Estruendomudo

Cheeeeese. Flash. Y la quijada se reventó contra el suelo. Segunda versión. Ink Light Version. Acústico Flow. Cayó de cóccix, semi-sentado, Antonio Oliva, alias El Mulato, le cercena el tórax de cúbito supino. Ángel de la Guarda que corre como puta con la noticia sometida en el culo. Martí ha muerto. Nueva York titila a lo lejos. Macandal Moch Pit para la Sierra y los mambíes. Cultural Rave en la selva y el cogote. Prefiero verte muerto a verte vil. La tierra recorre las incisiones de empastada con amalgama. Mellao y muerto, fracturado, muerto orificado, como sus dentelles. El doctor Zayas-Bazán, patriota de la boca de Martí reportó que “había perdido hacía algún tiempo el incisivo central superior izquierdo y el lateral del mismo lado se hallaba en tan mal estado, que fue necesario la desvitalización y reparación de la raíz para insertarle un diente artificial sobre espiga. Esa incisión no pudo hacerse …” El colmillo o la vida. La camada de hongos disparando en Dos Ríos. El Maestro, espiga sangrienta, enterrado en fosa común. De legado a la tierra, varios molares. Freud catapulta su bocanada abierta en un grito de Munch. Castración 001, básico a medio. Un mes más tarde la putrefacción es perfecta según los médicos forenses. Un pie dance hall se retira a la altura del hombro. Crucifícate en bikini, te ves más sensual así. Doce años más tarde, un nicho es perforado. Se examinan los restos. Se colocan en una urna. Se les hecha un voto de abstención, una de silencio, otro de mordaza. Aceite y vino. Y cáliz de mi sangre, que fue derramado por todos ustedes para el perdón de los pecados. Afuera un diente es rebuscado, auscultado, trastrabillado, desencajado, vuelto a presentar en sociedad. El Hijo lo pide, el Gobernador se lava las manos como Pilatos. Estrella solitaria de calcio y azufre. Emilio Bacardí Museum, Balseiro Company desde Santiago de Cuba. Ocho piezas faltantes en el tablero. Dos piezas empastadas por amalgama. Un pieza sobre espiga. Un muerto fracturado. Y un muerto orificado. La pieza #23 yace chat-tónica, catatónica, catastrófica, atrofiada en una vitrina. El tablero de ajedrez apunta al Caribe violento. El caballo negro pretende, ahora, comerse a todos a dentelladas. Monalisa se muere en Ocho Ríos. Palito Ortega remasteriza La sonrisa de Mamá. Un lumpen es sacrificado a golpes en la provincia de Matanzas. Mañana habrá arroz chino en dientes de dragón para la cena. Martí posa para la Muerte. Una sonrisita, por favor.

En Casanova (Fragmento de novela inédita)

panicoEscribe Francisco Font Acevedo
Especial para Estruendomudo

No había casi nadie en El Boricua cuando llegué. Unas horas después se llenaría de estudiantes, pero todavía era temprano. Un cantor de protesta venido a menos estaba de pie en el mostrador de la barra. Saltaba a la vista que su valor de cambio era cero. Fumaba los cigarrillos en cadena, bebía cerveza y de vez en cuando se empinaba una caneca de ron que llevaba en el bolsillo trasero de su pantalón. Envuelto en el denso humo del cigarrillo, el hombre parecía sacado de una novela negra. Hablaba sin cesar a Matilde, la bartender, sobre algún detalle del concierto que daría en el Centro de Bellas Artes de Santurce en diciembre. Los asiduos veníamos escuchando aquel cuento hacía rato. Según me dijera Matilde, todos sabían que el concierto sería en diciembre pero no de qué año. Hacía dos, casi tres años que el cantor hablaba de los preparativos del concierto.

Al verme, Matilde me saludó e hizo una mueca de tedio señalando al concertista. Ordené una cerveza, me la sirvió y me miró como suplicándome que la relevara. Me hice el desentendido: no tenía paciencia ni nariz para soportar aquella monserga. No tolero el humo de cigarrillo.

Me senté en la terraza del local. No había nadie con quién conversar y muy poco para alimentar la pupila. No había movimientos bursátiles en el paisaje. En algunas estructuras aledañas podían leerse algunos graffitis de la última resaca de protestas estudiantiles. Nada muy original que digamos, las mismas consignas de hace cuatro décadas: abajo imperialismo, fuera yankee, patria o muerte, etc. El letrero de El Boricua tenía el dibujo de un machete revolucionario y en la pared de la fachada una pintura en air spray gris de Betances. El padre de la patria tenía una expresión tristona en los ojos y la barba le lloraba más que de costumbre. No lo culpo: aquel cuento infinito del cantor le daba ganas de llorar a cualquiera.

Me quedé fijo observando el bigote de Betances. Por alguna razón no podía dejar de mirarlo. El air spray le había dado una cualidad sedosa que alteraba lo crespo que debió haber sido en la realidad. Era casi como si estuviera hecho de algodón. Si hubiera estado solo me hubiera echado a llorar allí mismo, no por nostalgia patriótica, sino por desamor. Ver aquel bigote de algodón me recordó a Dora, a mi amada Casidora.

Yo venía de varios fracasos amorosos cuando la conocí. Estaba tratando de combatir el acné que me había provocado mi último desamor. Sucedía queMendieta conocía a una mujer, me entusiasmaba con ella, ésta se entusiasmaba conmigo, salíamos un par de veces, nos acostábamos, vivíamos una luna de miel por varios meses y, de pronto, al momento de definir una relación más estable, kaput, la mujer me acusaba de inmaduro y me dejaba. Por más que me preparara mentalmente para ese momento, la acusación de inmadurez siempre infectaba la piel de mi cara y enseguida comenzaban a brotarme espinillas y barritos. Era como si mi rostro se tomara unas vacaciones del resto del cuerpo para darse un viaje a mis años de adolescente. Hasta que no pasaran al menos dos semanas del rompimiento mi cara no volvía a su verdadera edad. En el ínterin debía explicar a mis compañeras de la Ofinica y a mi padre que el acné era el efecto antibiótico de mi cuerpo contra el estrés. No sé si me creían, tal vez no, pero por lo menos tenían el tacto de nunca cuestionarme. Sólo Chepo conocía la verdadera causa. Le bastaba verme la cara para saber que estaba en medio de un nuevo descalabro amoroso.

–Te conviene masturbarte, Dimas. Es la mejor maniobra para devolverle la salud al cutis –me aconsejaba cada vez que me ocurría.

Tal vez Chepo tenga razón, no sé. Nunca he podido seguir su consejo. No antes de que pasen por lo menos dos semanas del rompimiento, dos semanas de luto, como dice mi amigo. En estos días, de hecho, me está volviendo la lozanía al rostro. Ya era tiempo. Al principio de esta semana se cumplió el periodo de luto por el abandono de Casidora.

La había conocido en un parque de diversiones bajo techo llamado Wonderpark. El sitio estaba atestado de niños incordios que iban de un lado a otro, de fila en fila para montarse en las machinas o jugar en las maquinitas de videojuegos. Era todo lo que ofrecía el lugar: entretenimiento con luces de neón. Pero a mí no me importaban las atracciones ni los niños, sino sus madres. Estaba allí en busca de amor.
Todavía me quedaban en la cara los vestigios de mi último desencuentro amoroso, una o dos espinillas. Mi relación con Grecia, una estudiante de Administración de Empresas, había sido breve. La mujer siempre vestía de etiqueta ejecutiva y su valor de cambio era inestable. Por un lado, sus piernas, dos columnas que hacían honor a su nombre, cotizaban sus acciones muy por encima de la media del mercado. Por el otro, su boca, amordazada por un bozal ortodoncista, la hacía susceptible a una penosa depreciación. Era, pues, como sus orejas, ni lindas ni feas: de valor promedio. Tal vez por la cualidad intermedia de sus orejas, el barómetro principal de mi apreciación femenina, nunca llegué a enamorarme de Grecia. Probablemente, por la misma razón me quedé impasible cuando, al mes de estar juntos, me confesó que se había acostado con su jefe, un abogado de un prominente bufete. En todo caso, el saldo de su abandono fue menor: sólo una boba constelación de espinillas en mi frente.

Habiendo fracasado con una estudiante universitaria, me hice de la idea de relacionarme con una mujer más madura, de más experiencia en la vida que, contrario a Grecia, no fuera vulnerable a las fluctuaciones del mercado masculino. Wonderpark me pareció el lugar perfecto para encontrarla. Por el superávit de niños en el parque de neón las probabilidades de hallar allí a una madre divorciada o soltera eran altas. Una mujer así, que al mismo tiempo conociera la felicidad de la maternidad y la infelicidad del desamor, sería perfecta para ponerle fin a la cadena de mis infortunios amorosos.
Mi idilio en Wonderpark no fue la consecuencia de un amor a primera vista. A decir verdad fue mi premio de consolación. Antes de conocer a Casidora, había intentado conquistar a otras dos madres. La primera, al saber que andaba solo, tomó de la mano a su niña de seis años, un globo rosáceo con el cabello lleno de horquetillas, y se apartó de mí pensando que yo era un pedófilo. La otra, menos brusca, no quiso darme su número de teléfono cuando supo que yo no tenía celular y que vivía en el casco de Río Piedras. Descorazonado por ambos rechazos, me acerqué sin mucho entusiasmo a Casidora. Su mahón pegadísimo prometía la excitación de una montaña rusa, pero su cabellera rala y la brocha fina de su bigotito hacían pensar en una casa embrujada. Sin duda cotizaba muy por debajo de las madres que ya me habían rechazado, pero recordé lo que ese día Ruk nos había pronosticado a los escorpios: “Encontrarás el amor donde menos tú lo esperas”.

casanovaAsí fue.

Volví a conocer el amor en el algodonado bigote de Casidora. Como ocurre con todas las mujeres feas, su mayor encanto estaba oculto al ojo público. Lo descubrí la primera vez que hicimos el amor. Debajo de los mechones laterales de su dispersa cabellera se escondían las orejas más bellas que he visto en mi vida, dignas de un altar. Seis dichosos meses estuvimos juntos y, si no hubiera sido por el mocoso de su hijo, seguramente hubiéramos terminado casados. Yo estaba dispuesto a soportar al pequeño Tito y su mala costumbre de comerse la secreción viscosa de su nariz, pero, según mi amada, yo era muy inmaduro como para ser padrastro de su hijo y me dejó. Su sentencia fue final y firme: un hombre que escribía cochinadas no podía ser un buen modelo para su niño. Dora, mi bigotuda Casidora, había descubierto y leído mis apuntes para Kamataleón, el thriller pornográfico que me disponía a escribir.