Escribe Manuel Clavell Carrasquillo
A D., en sus 30 años.
Al fin concreté la cita con el terapista, yo lo querÃa maricón y lacaniano. La perra, por supuesto, reñÃa por una reunión de pareja con hombre mayor y aristocrático; preferiblemente con experiencia psiquiátrica, porque lo de ella eran las pastillas. Llegamos al Ashford Presbiterian Hospital en la avenida Ashford y enseguida comenzaron las escenas. Aunque me habÃa programado para dejarla hablar y hacer de las suyas frente al profesional de la salud mental, habÃa olvidado el antes y después del encuentro. Gaika harÃa de las suyas mientras pudiera. Me bajé del auto y decidà dirigirme hasta la farmacia para comprar la prensa. Bueno, es un decir, la prensa está comprada. Justo cuando tocamos la acera se nos cruzó una pareja de ancianos. Ella, regordeta, lo guiaba a él; presumiblemente a la cita con el neurólogo para repetir la rutina de la lectura de los laboratorios para medir los niveles del Alzheimer. La maldita condená comenzó a ladrarles sin que yo tuviese idea de qué pasaba. Iba distraÃdo, ofuscado en organizar mis pensamientos, inventando mentiras en la mente para más tarde decÃrselas al médico. Gaika halaba el cordón con fuerza y tuve que someterla a la obediencia. “Carajo, perra del demonio, ¿qué te pasa?, no me hagas maltratarte en plena calle hoy, que vamos para la terapiaâ€. Luego de resolver la situación y calmar a la vieja, subimos. La secretaria, solterona simpática, me preguntó que si la perra era mÃa y por qué no la dejaba en casa. Le contesté con una malacrianza directa: “La traje porque me lleva por la calle de la amargura y porque me sale de las jodidas ganas. Por eso es que el doctor tiene que verlaâ€. No rechistó y enseguida llamó nuestros nombres. Era como si hubiese querido deshacerse de nosotros y de nuestras respectivas neurosis. Confieso que querÃa que el médico se pareciese a Michael Keaton. De esa forma, hubiese podido decirle bajo el privilegio del secreto médico-paciente que me encantaban sus ojos de Batman. Lamentablemente no conseguà satisfacer mi fantasÃa. El doctor se parecÃa, más bien, a Don Francisco, asà que, aunque era gay, tuve que hacer de tripas corazones. ¡A ver cómo me funcionaba la teorÃa de la transferencia! Gaika se acomodó en el diván y me dejó la silla. Desde allà le ladraba al galeno que yo me masturbaba cuatro o cinco veces al dÃa observando a los vecinos. Le dijo que al cocinar, yo gastaba más agua de la cuenta y que no podÃa vivir sin los chiles habaneros; una obsesión tÃpica de una loca obsesiva compulsiva. Además, no tardó en explicarle que yo le habÃa cogido pena en la adopción porque ella era una gusana vasca que detestaba a la ETA. Es más, le dijo que me masturbé frente al televisor cuando vi la última sesión en las Naciones Unidas del secretario general Kofi Anan. Como me habÃa programado para dejarla hablar hasta que saciara su sed de venganza, no dije nada para contestar las injurias graves, pero pensé que esa cabrona se las iba a ver negras cuando llegáramos a casa. La torturarÃa llenándole el plato de la comida -y también el del agua- con anchoas. Never mind, doctor, never mind, dije para mis adentros, mientras la perra castrante repasaba mi último episodio de ataque de pánico: estábamos preparando un BBQ en la azotea del condominio y Gaika se encaramó en la baranda para ladrarle a un hippie barbudo que trotaba. Pensé que me iba con ella hacia el abismo por desbalance al enfrentar la lÃnea divisoria que traza la baranda (De or. indoeuropeo; cf. sánscr. varanda, barrera, tabique) sobre el cielo. Olvidé el atardecer anaranjado, sólo se me vino encima la imagen del abismo. Morir por ella y junto a sÃ, esa idea confusa, me provocó flojera en las muñecas y solté el tridente con que pinchaba las carnes que asaba. El estrépito la hizo voltear la cabeza y, cuando vi que se les salÃan los dientes en gesto de furia contra mà por haberla distraÃdo, más que le salÃan varias babas por el hocico español de mala leche, quise que la tierra me tragara. “Esta perra me domina hasta los vértigos. Coño, doctor, ¿qué hago?”.