Valdomero Crescioni no aceptaba clientes sin la prueba del difunto. De todos los pueblos llegaban los vivos con las listas de compra, los diarios, las recetas de cocina, las cartas de amor, las notas de despedida del muerto. Yo no como cuentos, decía, no quiero que el diablo me coja de pendejo. Lo importante era la letra, el espejo espiritual decía Valdomero a veces, aunque en ocasiones se tratase de un mero grafema. Cuando se le preguntaba cómo había aprendido la psicografía, Valdomero contestaba que los espíritus se le metían desde chiquito y que fue así que aprendió a leer, mirando fijamente lo que escribía por las noches debajo del zaguán con una vela, para que no le pegaran fuete. Mi abuela era muy católica, explicaba, y esas cosas le olían a azufre. Un día Valdomero se levantó de la cama mientras los demás dormían. Tenía siete años. La abuela se levantaba con el alba para darse baños de agua tibia en la palangana sin que nadie la molestase. Valdomero, mijo, qué tú haces a estas horas por ahí, mira, nene, acuéstate que ni siquiera han puesto huevos las gallinas. Estará sonámbulo este chamaco, pensó, mientras Valdomero abrió el escrín de la puerta que daba al balcón de la casita, se sentó en el piso, cogió un pedazo de carbón de los que estaban en la tina para purificar el agua y empezó a gravar con el trozo de piedra negra oraciones que de lejos se le hacían ilegibles a la abuela. Ella fue dando pasitos cortos desde el pasillo de la casa hasta el comedor. Podía escuchar la respiración tupida y pronunciada de Valdomero. A decir verdad parecía la de un hombre con malos pulmones y no la de un niño. Lo llamó de nuevo pero esta vez con autoridad. Mira, muchacho, deja la majadería, coño, y vente pa’ dentro. Valdomero no hacía caso. Abuela llegó a la puerta, abrió lentamente el escrín de la puerta que daba al balcón. Ya se escuchaban los gallos y los muebles de mimbre estaban llenos de luz púrpura rosa. Valdomero, como si saliera de algún trance, suelta el trozo de carbón y se mira la mano. Tenía todas las grietas de la piel tiznadas como las corrientes de un río en un mapa viejo. El nieto estaba rodeado de carácteres que trazaban un círculo perfecto alrededor de su cuerpo con una sola oración. No tuvo que entender nada, con leer la frase supo que no era Valdomero quien originó la idea. Alma, deja al nene quieto y mete el culo en la palangana. Era la letra de su difunto marido.