El sabor de la carne fresca era una insípida masa en su boca. Los sueños naufragaban páginas en blanco a través de sus cristalinos ojos al tratar de alcanzar el espíritu de su amada. Ella no podía palpar el lúgubre corazón de quien fue su fiel amante, aunque él se lo arrancara y lo pusiera en sus labios, porque no se puede lactar un mundo de sensaciones, cuando los caminos se bifurcan o cuando la traición es la más lenta y cruel de las muertes. Él seguía observándola a lo lejos, acariciando sus pasos, ya no devoraba a sus rivales, sabía que sería inútil, la sangre no era la fuente de la corporeidad sin poder amar. ¿Y cómo hacerlo? Siquiera podía emborracharse, se sentía un espejismo mientras ella deambulaba por las calles de Santurce quizás del trabajo a la casa, o buscando otro amor que los recuerdos y sus fantasmas no idolatraran. En la oscuridad de los instintos sólo estaba ella; era su savia masculina que lo llevaba a profanar la carne de sus nuevos amantes, la soledad eterna era su grillete cuando la libertad yace en un libro disecado de palabras. Una ambulancia sólo transporta cuerpos, pero la magia de los amantes transportaba feromonas y esencias, risas y orgasmos como maldiciones y dolores. Ella conjuraba pasión en las noches y el abandono eterno, pues creía estar viva como él muerto. Ahora un hombre será tan sólo su sombra hembra esperando el amanecer de la vida o de la muerte, aún así devora el cuerpo del vecino que se venía en la foto de su amante, mientras ella deambula etérea hacia otra noche.