Mi perra Gaika y la situación internacional: Breve historia lumínica de un traspié

euskadi bandera
Escribe Manuel Clavell Carrasquillo
Observando fijamente los ojos líquidos negros de mi perra Gaika, pensé en los efectos de la marihuana sobre los niños desnutridos que mueren como moscas en un campo de refugiados al norte de Etiopía. Huyen del sur con la esperanza de que Bekam, cómo carajos se escribe Bekam, alguien me puede decir, les firme un autógrafo acá en el norte y les muestre sus bíceps tatuados con tinta multimillonaria, financiada por los activistas del No en el referéndum sobre la ratificación francesa de la constitución europea. Gaika, como el 54% del pueblo galo, me contestaba también que no, que no me vistiera, porque no iba a tocarle ni un pelo con el champú de matar las pulgas, ni a ella ni a su sagrada identidá. Es que me quema la piel, me dijo la muy perra de un ladrido, que se escuchó en el tope del monolito del Parque Nacional de Yosemite, piedra filosofal o huevo prehistórico que apunta geomorfológicamente por grutas volcánicas del manti-core hacia la base norteamericana que hace cincuenta años impide la paz mental de los estudiantes surcoreanos, hoy enfrentados a puños y palos contra la policía bifurcada en sectas yogi postindustrial. Hubo gases lacrimógenos, jau jau, argumentaba Gaika, nombre de cazafantasmas bombardera que le enganché a la medallita del cuello, la que le puse cuando la traje del País Vasco, una tarde lluviosa de esas en que ya resultaba insoportable la cátredra nacionalista de la historia del árbol de Guipúzcoa y el río maravilloso, río-hombre, de Bilbao. Anoche me la llevé a conocer a Sofo, el labrador de mi novio virtual. Bien adentro cociné el sentimiento de que se gustaran, que se dedicaran a chingar como perros bajo la sombra del níspero aquél, y que nos dejaran hablar un ratito a los dueños sobre la crisis de poder a nivel internacional. Todo fue en vano, Gaika no entraba en celo o no salía de él. Mi amante pianista sadotecnosexual no se enteró de nada, o más bien quiso continuar la conversación ofreciéndome tapitas de ron Bacardi hasta que las pulgas cayeran de las hebras de los ciudadanos caninos por el efecto sanador-alelante del alcohol. La otra tarde, Gaika me acompañó al Nuyorrican Café en el Callejón de la Capilla del Viejo San Juan. Allí saludamos al gran genio literario nacional que algunos folkloristas jamás han nombrado, un hombre importante invisibilizado por compromisos impostergables del periodismo y la crítica con la presidencia del club de Toyotas .8 llamado Juan Antonio Rodríguez Pagán. Gaika, con un olfato exquisito para el compromiso y el surrealismo re?novador, pasado por agua tantas veces para calmar a las masas del chinche y escozor, le dio las gracias solidarias a Juan Antonio, jau jau, gracias Juan Antonio, gracias, por contarnos en tus libros las andanzas de Federico García Lorca y sus mariposas habaneras por los alrededores del antiguo teatro de la universidad. Según él -y Gaika, que afirmaba con la lengua ensalivada afuera, jadeando de curiosidad-, los puertorriqueños fuimos los únicos que nos dignamos a complacer al poeta-dramaturgo-diva-homosexual, al estrenar, allá para los años cincuenta, su desgraciada pieza anti-delicatessen, Así que pasen cinco años, escrita después, con intención anestesiante, que El público, escándalo original también estrenado aquí por Vicky, Vicky Espinosa, que todavía no se despide de tanto actorcillo con vocación de maldito bribón que sube a las tablas en actitud crucifijo y ganas de intentar. En estos momentos, justo ahora que baja el telón del tema que precede los mosaicos de la Catedral del Municipio Autónomo de Caguas, Dulce Nombre de Jesús, un chileno cruzado con india y español yace en la cama con Antonia, título de película latinoamericana sin publicidad en Miami, y hablan. Hablan mientras Gaika se les mete en el lecho y le lame las barbas a él, una belleza bestial de pelo negro y lacio exento de liendres que abraza a la chica, a la Antonia melodramática, he dicho ya, prometiéndole que la próxima vez que salga de viaje, por asuntos de negocios, compra la tarjeta correspondiente y la piensa llamar. Gaika es exiliada, les ladra a los niños que pasean sus padres en cochecitos, vestidos con camisetitas del Che por la placita del Condado. Le he dicho que se controle: Gaika, querida, todos tenemos derecho a la excentricidad. Ella parece que no me comprende. Jau jau. Ahora, el chileno está internado en comisaría, ¿o es policlínico de tubos respiratorios para los que no dejan de fumar? Gaika le echa las medicinas por entre los labios carnosos al chilenito con un gotero que consiguió prestado de Madame de Stael. Temo que sea mercurio cromo, o tintura violeta. Llego, chequeo el panel que registra los latidos del chilenito bello en camilla de hospital, en bata sin tela por atrás, y grito: Jau jau. Me acurruco debajo de las sábanas verdes; al lado de él. recibo una llamada telefónica, me invitan a olvidar todo esto y a Antonia, todo este concepto descriptivo que analizan en el Laboratorio Clínico Las Marías de Río Piedras, donde hay tantas revistas Seventeen, escapando a un descanso vacacional hacia la playa de Luquillo, frente al mar, pero me da vértigo y náuseas reencontrarme con las cenizas de la Storni, allí en la playita de La Pared, desde donde sobresale un grafffittttti giraffe de mi linda perrita Gaika, mostrando su dentadura canina y su vagina sangrante, mordida por una serpiente azul -y alada- que se escapó del zoológico acuático de la capital (en Plaza Acuática se fabricaban las olas, según partes de prensa de la década de los noventa, una maquina alimentada de diesel las restrallaba contra el ventanal de cristal). Realmente, nada de esto me desvía de los asuntos urgentes. Mi marido virtual, el pianista, acaba de comenzar la lectura de los cuentos de Pedro Cabiya. El pintor Miguel Trelles inaugura homenaje a las rumberas olvidadas en el barrio riograndeño de Palmer, todas pintorreteadas con coloretes chinos-latinos, bailando al ritmo carnavalesco que trata de refinar otro negrito ilustrado del patio, una chulería en pote que se llema Miguel Zenón. Gaika está muy feliz a mi lado, jau jau, ahora canta una polka suicida. Digo suicida porque hace rato se sabe que los que le someten a la polka van derechito al infierno del pabellón de Polonia en Disney World, recientemente remodelado y gran adquisidor de una figura encerada con una plaquita que lee: “Karol Wojtila, peregrino del amor, nunca te olvidaremos”. Eso se sabe, y Gaika no hace caso. Te lo digo, chica, deja eso, mira que Lydia Echevarría fue indultada a pesar del punzón que destilaba arsénico y curare, pero tú, con ese pedigree vasco que te precede, In The Name Of The Father, de la triple frontera sudaca Brazil-Paraguay-You-Know-Who, te va a condenar. El vengador de lo punko-posmodern-chic, Carlos Cancio, pintaba la escena, haciendo énfasis en la poliomielitis de Gaika- en un canvas tornasolado por el expendio de wasabi a través del airbrush. En ese momento mezclaba el rosado, favorito de nuestra Miss Universe Puerto Rico, Cinthia Olavarría, con el verde chatré que, como se sabe, es el color del pique japonés. El me lo dijo la otra noche: Coño, Manuel, qué chévere sería mostrarte en el lienzo, de cuerpo entero, en bikini rosado, junto a tu Gaika del alma, repelada por la acción mágico-paralizante del gel VO5 wasabi verde chatré. Le dije que conmigo no había vaina, que echara pa lante, que la primera enmienda de la Constitución de los Estados Unidos del Norte (libertad de expresión para que se ilustren los enemigos) nos favorece, aquí no ha pasado nada, los espíritus contradictorios, y mira que yo soy partidario del semita Dreyfuss y el argelino Papillon, nos vamos a proteger. Si nos dejan…., vociferaba Gaika, nos vamos a querer toda la vida…, si nos dejan, nos vamos a fugar a un mundo nuevo… Mis colegas vascos llamaron al Lehendakari, lo llamaron a pesar de que se los prohibí. Déjen eso, déjen eso, que nos van a denunciar con el bartender del Mameyes premuñocista, que es popular, un tal Junior Tití. El tipo consultó el asunto de estado con el senador Rosselló, jau jau, y todo quedó resuelto en un santiamén: los ceniceros, de ahora en adelante, a mano derecha. Los usuarios novatos del Tren Urbano, también. Ya me siento mejor, ya me despierto, y a mi lado yace el chileno que me besa, y me raspa con su barbilla la mía, y a mí no me importa el mal aliento típico de los hospitalizados, que es cosa nuestra esta cosa, y nadie se va a interponer entre nuestras pingas, exhibidas en el nuevo Museo de Arte Precolombino del Cuzco, Perú, y la salita cus cus cus del MoMa remodelado de Nueva York. Ahora que lo pienso, Gaika, tú y yo tenemos par de cuentas pendientes con la Interpol, la agencia transatlántica que brega con los papeles de la interdicción civil o penal (no hay remedio, siempre vuelve el tema, no hay como sedhacerse de la novela de la yola), según sea el caso, y con nosotros igual, resbaladizos y enamorados del breve espacio en que no estás, canta Silvio, y como quiera te caes al cruzar la avenida, con Gaika, bien amarrada cuando me sirve de perra-guía yo cegato y caído, por culpa de una grieta en el piso de brea y un estúpido traspié.

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