La abuela muerta pero no su pescado en el escabeche del ayer

Siempre me pasa lo mismo con los escritores. Voy descubriendo cositas que garabatean por ahí. Ya lo dijeron y yo lo callé, por cobardía, por descuido, por un no sé qué que no está bien.
Siempre se le adelantan a la exteriorización de los sentimientos de uno, que por haberlos dejado engavetados ya están caducos y ahora, que ya es tarde, son puros mamarrachos; pequenos saltamontes refritos una y otra vez.

 

Esos tipos con laptop vienen con el cuento de que hay gente enferma, que yace en el hospital. Le ponen a uno por escrito los quejidos, las amarguras, el sistema traqueal bien jodido por el cigarrillo, vainas así. Ficcionalizan señoras que padecen Lou Gherig Desease, paralizadas hasta los párpados, atadas a este mundo pendejo; sin poderse ir.

Ese es el caso de un poema de Edgardo Sanabria Santaliz, un poeta-cuentero bonachón lleno de obscenidades, como todos nosotros, que va descubriendo los detalles de la muerte de su mamá, que también es su abuela, da la casualidad, y par de mujeres que lo han marcado para siempre jamás. !Ahgh!

Qué coincidencia, digo yo. Este tipo pone en su libro la máquina que le registra a la vieja los latidos del corazón. Es una especie de televisor chiquitito en el que va apareciendo un rayo láser color verde, que sube y que baja, marcando entre bipes y bipes su tránsito hacia el más allá.

Se trata de una ceremonia bien simple, que se va repitiendo de generación en generación. Los primogénitos maricones ven morir a sus matronas en este o aquel Salón de Cuido Intensivo de Cualquier Hospital.

A mí me tocó a principios de este año, la vieja mía ya no aguantaba más. Mandó a llamar una ambulancia. Una vez en el recinto de salud, a donde van a morir nuestras maestras, uno se para frente a la cama, digamos, a las tres de la mañana de un día normal. La doña de tus amores infantiles, la sabia que envía consejos a tutiplén, yace dormida. Arropada con sábana blanca y en espera de una llamada trascendental.

La vas chequeando mientras ronca, se mueve de cuando en vez. Tú te sientas a leer en la butaca destinada a los familiares acompañantes. No puedes enfocar bien. Pero tú sigues. No hay más nada que hacer. End Game.

De pronto, la máquina esa empieza a sonar descontrolada, unos chillidos desgarradores, bipes, bipes, bipes, que no cesan de joder.

Ésa es tu vieja, querido, la que está allí, mírala viva por última vez, reconoce ese gesto que la caracteriza, una forma particular de llevarse los dedos finos a la barbilla, porque el rayo láser y todos esos bipes seguidos indican que ya se fue.

Entonces, hay dos opciones: le das gracias a la vida / que te ha dado tanto / te dio dos luceros / que cuando los abres / perfecto distingues / lo negro del blanco, /dicha de quebrantos, // etcétera, etcétera, o, como buena nube que choca con la protuberancia que antecede al precipicio, empiezas a llover.

Que son tus ojos, Sancho, y que no son molinos, chico, los que lloran el último viaje que emprende tu recuerdo. Un trayecto olfativo salino que tiene que ver con el mejor pescado en escabeche, que por supuesto preparaba tu abuela del alma; apodada por tus balbuceos de niño, allá para 1978, simplemente, Tetén.

Hay escritores que con sus vainas te invitan a comer hostias otra vez los viernes santos pasados, aquellas jornadas pantagruélicas en las que nos alimentábamos con la penitencia, que era -nada más y nada menos- aquel pescado en escabeche, pisado con el arroz con gandules y la leche de c0co del ayer.

Bibliografía consultada:

Poema: Capilla ardiente
Autor: Edgardo Sanabria Santaliz
Libro: El arte de dormir en una silla de hospital
San Juan, Editorial Plaza Mayor (2005) p. 41-42.

 

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