La colegiala solicita break para que hermano mayor le publique primicia en espacio literario codiciado ahora que reivindica pasado irresponsable con migajas de buen comportamiento. Nomines nones, contesta el periodista con ínfulas de autoridad vengadora de silencios trasnochados a la hora de masturbarse frente a la pantalla, vestidito de niña escucha de la cintura para abajo, falda verde y botines de charol, pero con gabán y corbata enrredados en el pecho lampiño de su decadencia trentaytantos. La sesión cronológica de los espasmos distribuidos frente al ordenador, computadora portátil Dell 3497.23 y medio, ocurrió de la siguiente manera: Uno, lo llamó cantito de carne con señal digital a mi servicio telefónico que es lo mismo que quedarse ammarradito del otro lado del auricular a mis deseos más bellacos. “Te vas a quedar quitecito mientras repaso con mis labios virtuales la hebilla que cierra el pantalón, que ahora es falda de algodón color esperanza, por aquello del servicio comunitario que nos toca en honor a las efemérides de la semana de las mujeres tristes, y te lo voy a desgarrar hacia abajo los pellejos de tela sin ápice de bad trip misericordioso, eso, cosa de que te estremezca la crisma mi violencia incontenida y te vayas acostumbrando a mis intenciones de bugarrón libertario en plena desinsaculación de hormonas justas e imparciales. Una vez desabrochados los amarres del banquillo de los acusados, el ligón hizo pausa frente a los calzones de hilo blanco tipo boxers para cuadrar una visión mucho gusto en cámara lenta con sonrisa pasmada ante la reacción de la pupila dilatada al notar el canto de carne al pincho en dron de asar erecto. Qué rica la protuberancia ahora encabritada de latidos, confundida entre un reguero de transparencias underware. Qué chavienda que se pierda los anuncios Pfizer VIH. El otro, un manojo de voluntades complacientes que declara su preferencia, casi derecho inalienable, a estar abajo y él, pedacito de carrucho en escabeche (tierno por fuera, duro por dentro) exigiendo la necesidad de la falsedad de la premisa: “Bottom será la madre tuya, que tú te revuelcas encima, detrás por el culo afeitadito o como sea”. Una vez establecido el protocolo, las voces empezaron a chistar contradicciones, pausas molestosas en un concierto de tipos asustados por virginidades reinventadas antes de replantear la rabia ensayada para conquistas atravesadas o subordinadas por la competencia entre locas muy hambrientas. Frente a frente, congelados en las butacas que usan para escribir cada uno en su propia casa, se dieron una segunda oportunidad de relajación de respiraciones tan psicoanalíticas; tan quiroprácticas: como la yoga, el phone sex anormal junto a desconocido que pide verga imaginada y besitos de coco en almíbar de semental ahora castrado debe conducir a viajes, atajos, rajaduras amistosas. La cosa es que antes de que salgan los créditos del Gay Sundance Documentary se comportan mal de ahora en adelante, pues habían jurado escalar las vainas de las ganas de darse duro con la nada sin máscaras de gases estupefacientes: raw, a cuero pelao en la distancia de los dedos escindidos de sus neurotransmisores sin retoques o modificación moral de tactos. “Así es más difícil, men, así quizás no me estrujo igual y casi no me puedo mirar contigo en tus gritos si me vengo”, dijo la niña escucha macharrán con cuerpo regio cirujano, eso dijo así en el segundo en que el verdugo tocaba botones rojos para convertirlo en animal felino (ahhhhhh), en un cuero malo vía DDD AT&T escapado en fibra óptica más allá de lo perverso.