Tanti auguri, Pidoki, y mucha felicidá

Nadie se atrevió a cortarle la maranta el día de su cumpleaños, pero se lo habían recomendado detrás del set, por aquello de que portaban encima el brochure de la más reciente campaña de salubridá nacional. Ella, una damita superhéroe con las greñas pintadas de rosa, acabadita de salir de un cuadro Pepto Bismol pintado por Marimater O’Neill, igual que las paredes de su casa virtual, decidió no hacerles caso a los avisos y tirarse a la calle a buscar follón. Fueron tres los tequilazos que se le ofrecieron con sus respectivos pase usté: Guille, Mara y Manuel, cada uno brindó con jugo de uvas blancas, porque los mayores decían que el White Zinfandel, en versión alemana original, daba vómitos y acidez. A ella no le importaba, Pidoki pidió uno de esos también. De madrugada, hicieron zerrucho, le pagaron el g-stro de espandex al estriper y se entregaron todas las divas -una peluda, que conste, había una bestia peluda lo más aquél- a la maldá. La música de fondo era cortesía de Radio Universidad, un homenaje retro que de seguro la tipa se merecía desde el año pasado, porque una pinga alquilada no viene mal en tiempos de escasez. Aquellos tiempos eran de disolusión salina también, según el anuncio publicitario que repartió a final del semestre pasado en la universidad el Taller del Discurso Analítico, con sede en La Puntilla, Viejo San Juan; una cofradía postemplaria con ascendencia rosacruz que se dedicaba a subrayar en magic marker amarillo las obras ocultas de los estudiantes amaestrados por Lacan; unos panfletos mecanografiados y tachados con Liquid Paper que vendían a dos por peso en la librería La Tertulia. Cuando "El Buki" cantó lo suyo, aquél bugarrónico y profético "No hay nada más difícil que vivir sin ti", a través de la vellonera de onda corta de Yahaira, todas estábamos locas de contentas, borrachas de fraternidá, porque éramos reinas batuteras con botas de cuero blancas y Pidoki podía, ahora, esooooo, perra, garabatear el release que la autorizaba a casarse otra vez. Sin embargo, envidiosas que somos, tacas de Frívola en mano, exhibiendo camisitas en seda blanca de cuello chino que le robamos a la institutriz (M.C.P. Diane Keaton), ataviadas con los collares de Millie Gil, nos disputábamos el padrinazgo del segundo bebé. No importa, al final, descorchamos par de cajas de latas de Coca Cola partimos en rajas limón y gritamos Viva Cuba Libre. Mara se encargó de los sándwiches de mezcla de espárragos y creme cheese porque los pimientos morrones no la dejaban toser bien. Yo puse música country que saqué del I-pod, una compilación exquisita de bachatas de Fernandito Villalona que me había recomendado por internet una usuaria de Messenger que conocí ayer: Rita Indiana la llamaban los fans, "La Larga Esa", le decían a esta otra tipa que habían arrestado hace tres meses en el Nevado del Ruiz por estar predicando ernúa en aquella frialdá que la salvación llegaría en vasitos de foam repletos de Tres Pasitos con Kool Aid. En la novela Papi, donde queda constancia de todo esto para la posteridad de los tataranietos de todos nosotros, pero sin piñata en forma de unicornio corcel, había un sustituto del curare que nos tomamos a sabiendas; una de Cielito Rosado muy facsímil razonable. Allí, en aquel novelón clandestino transcrito en Nueva York, el polvillo que los unía a los panas hasta el último viaje hacia la eternidad era color chinita; era un pote de plástico grande con tapa verde-merienda lleno de cristalitos de Orange Tang. Después deso, cansados ya, retratamos para el álbum aquel amarnos al alba, aquel tirarnos un eructo colectivo, aquella cosa de vivir el momento Playero cogidos de las manos renegando de las superficialidades voceadas del ser y el a veces no querer estar.

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