capítulo IX

Resulta que, al parecer, la zona miedo de tu animal se escandalizó en vano. Resulta que ésta parece ser tu noche de suerte. Y todo el mundo sabe que un rayo no cae dos veces en el mismo sitio. En lo que semejó una carrera inaudita entre mujer y máquina, el auto y tú se enfrascaron en una fiera competencia para ver quién llegaba primero al frontón de la FARMACIA NOCTURNA. Más inaudito fue el hecho de que llegaron en un empate a la meta. Tú corriste sobrehumana, más allá de tus fuerzas. Esto suele ocurrirles a las víctimas que sufren del terror-pánico, y en tu caso hay que admitir que no era para menos. En la travesía de esos trescientos metros tu corazón

/se detuvo tres veces sucesivas

/se transmutó a jirafa

/a zapato

/a luna encendida

/a una canción de Nino Bravo que hablaba no se qué de las ballenas

/a la directora perversa de tu escuela intermedia.

Esto es: que quería salirse de sí mismo, no ser ya esa cosa apabullada de miedo que era. Sentiste que te habías meado encima, pero esto resultó ser una falacia provocada por tu estado desmedido de agitación, por lo demás del todo comprensible dado lo que habías pasado no hace más de media hora. But I digress. Resulta que entraste desesperada a la farmacia gritando como una loca que un violador te estaba persiguiendo. No viste cuando el conductor del carro entró a la farmacia detrás de ti. El farmacéutico (que era el dueño y también el único empleado de la farmacia a esas horas y que leía un número viejo de la revista mexicana ¡Alarma!) sacó un revólver descomunal y, sin inmutarse, se lo apuntó al pecho al conductor del vehículo que acababa de entrar tras de ti. Comprendiste de inmediato que el farmacéutico te protegía, de modo que te volteaste para enfrentar a tu atacante y viste el rostro del hideputa que había intentado violarte hace exactamente media hora sobre el rostro del hombre que acababa de entrar detrás de ti y que hacía de blanco para el revólver descomunal que le apuntaba el farmacéutico. Esta superimpocisión de rostros, sin embargo, resultó ser otra falacia provocada por tu estado desmedido de agitación, y sólo duró un segundo. Disipado el espejismo, pudiste ver cómo el rostro de aquel hombre agobiado de pasmo y confundimiento palidecía ante tus ojos hasta volverse blanco como las luces fluorescentes que iluminaban la farmacia, o como tus dientes. Supiste que aquell hombre estaba atestado de miedo. Alzó las manos bien altas mientras balbuceaba que él no había hecho nada malo, que se había detenido para ver si la dama que iba corriendo por la acera necesitaba alguna ayuda, ya que parecía huir de algún peligro, nada más. Él sólo quería saber si la dama estaba bien y si podía serle de alguna utilidad. Las rodillas le temblaban como tembleque y no dejó de tiritar hasta que el farmacéutico bajó el arma y tú suspiraste hondo, avergonzada por el escándalo causado y aliviada por descubrir que todo había sido una falsa alarma. El hombre, aún con resaca de sacudidas teutónicas, se dio vuelta para retirarse, dijo algunas cosas incomprensibles por lo bajo y fue entonces cuando sentiste pena y culpa por haberle causado a aquel inocente tamaño susto. Eres una paranoica sin remedio, una patética, mira el susto que le has hecho pasar a este pobre tipo, te dijo Adelaida. “Oiga”, llamaste. “Perdone por todo este lío”. El hombre se volvió a voltear y te miró. Y tú lo miraste. Y viste sus ojos. Y viste transparencia en esos ojos, a pesar del miedo. “Es que acabo de pasar por una experiencia terrible”, le explicaste.

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